POR LAS DELICIAS
NO me quiero quejar; mi marido cree que no tengo derecho a quejarme; me ha propuesto vivir así, de fiesta en fiesta, de teatro en teatro, constantemente en la calle. ¿No quiero hacer esta vida? Pues la hará él. No debo quejarme.
No comprende Juan que soy madre, que tengo una hija a la que debo cuidar y educar; sin duda se figura que con alimentarla y dejarla en brazos de la niñera he cumplido con mi deber.
He pasado estos últimos días bastante tristemente. Por la tarde voy con Olga y con Graciosa al paseo de las Delicias. Es un hermoso paseo con sus palmeras, sus naranjos y sicómoros, pero me da una gran impresión de tristeza.
Me parece que estoy convaleciente de alguna enfermedad, y la luz fuerte, la tibieza del aire, me producen una impresión de languidez y de nostalgia.
Muchas veces no llegamos a las Delicias y nos sentamos en la plaza del Triunfo. En la acera de la casa Lonja suelen andar unos cordoneros que hacen cordones con carretes de distintos colores, y Olga se divierte mucho viéndolos. Los días que llueve bajamos la niña, Graciosa y yo al salón de lectura. Constantemente suelen estar aquí un abate francés con un señorito a quien enseña matemáticas.
El muchacho hace como que oye atentamente las explicaciones del preceptor, pero se ve que no piensa en lo que le explica.
He pasado una Nochebuena triste, sosa, banal, en el salón de lectura, leyendo unos libros en francés.
La lluvia salta en las losas blancas y negras del patio, golpea en las hojas de las palmeras y de los plátanos, y el surtidor del centro sube en el aire…