EN MADRID
PRETEXTANDO asuntos urgentes, Juan ha dicho a su familia que necesitamos marcharnos.
Hemos tomado el rápido para Madrid. En el camino he podido notar la falta de sentido social de los españoles. Íbamos mi marido, Graciosa, la niña y yo en el departamento, de noche; la niña dormía, cuando se abrió la puerta y entró un hombre con trazas de campesino, envuelto en una capa parda. El hombre se sentó y comenzó a escupir y a echar el humo de un cigarro apestoso. A Olga le dio tos con el humo y se despertó.
Este hombre de la capa dijo a mi marido que era comerciante en granos y que no había tenido tiempo de coger el tren anterior.
Todo esto lo explicó envolviendo sus palabras en una serie de exclamaciones soeces, escupiendo y fumando.
Se veía que no creía que pudiese molestar.
Cuando se acercó a la estación donde tenía que bajar, salió al pasillo del tren y abrió el cristal de la ventana. El aire frío de la noche entró en nuestro departamento. Graciosa cerró la portezuela, pero el hombre volvió a abrirla. Yo envolví a Olga en un chal para que no se enfriara.
Afortunadamente, la estación donde paraba el molesto viajero estaba próxima y el comerciante en granos se marchó tan indiferente a nosotros como si no existiéramos.
He hablado de esta manera de ser a mi marido.
Parece que cada español no se ha enterado todavía de que hay otros hombres en el mundo además de él. Juan mismo no hace caso de nada. Todas las advertencias y prohibiciones se le figuran hechas para el prójimo. Encuentra muy bien las leyes para los demás; ahora, para él, no.
Aquí cada cual, sin duda, se considera de distinta sustancia que los otros y el eje del mundo. Llegamos a Madrid a media noche y entramos en el automóvil de un hotel.
A través del vidrio empañado, Madrid me pareció una ciudad del Norte, envuelta en una bruma espesa. Los arcos voltaicos brillaban en el aire rodeados de un halo rojizo.
Dormimos en el hotel y por la mañana nos encontramos con un tiempo triste y lluvioso.
—Nada, hasta que lleguemos a Sevilla no vamos a tener sol —ha dicho Juan.
Hemos salido de casa y en un coche vamos al Museo del Prado. Mi marido me ha elogiado unas cosas, me ha denigrado otras.
Yo comenzaba a decir delante de un cuadro de Murillo que era lo que más me gustaba, cuando Juan me ha interrumpido, exclamando:
—Eso no vale nada.
No me hago la ilusión de tener gusto artístico, ni me preocupa la pintura gran cosa; pero ¿cómo es posible que esos santos del Greco extravagantes con una cabecita pequeña y el cuerpo dos veces más largo que el de una persona cualquiera esté bien y sean admirables? ¿Cómo es posible que esas figuras de Murillo tan verdaderas no tengan mérito alguno? No lo comprendo.
Juan es un hombre demasiado arbitrario en sus opiniones y en sus gustos.
He dicho a todo que sí y he salido del Museo algo mareada y sin ninguna gana de volver.
El tiempo sigue triste, las calles llenas de barro, no se puede pasear. Los cinco días que llevamos en Madrid hemos ido por las noches al teatro.
A mi marido le impacienta la lluvia. Yo le digo riendo que no le hago a él responsable de que llueva en España, pero él me replica:
—Habrá que ir a Sevilla. Allá estará haciendo un sol magnífico.
Mis impresiones madrileñas han sido muy ligeras. Aquí se nota, como en Italia, quizá más que en Italia, que la gente tiene un tipo muy acusado. Sin embargo, entre los dos países hay grandes diferencias.
Madrid no es cosmopolita como Florencia, por ejemplo; yo creo que Madrid debe de ser una de las capitales menos internacionalizadas del mundo; aquí al extranjero se le da poca importancia, y el dinero no tiene, como en Italia, un valor tan absoluto.
Encuentro esta manera de ser más digna y mejor; debe ser odioso vivir entregado al capricho de los extranjeros.
Otra cosa que me ha parecido notar, hablando con los amigos de mi marido, es que los españoles tienen orgullo individual, pero no patriotismo.
Aquel violinista Amati, de Florencia, a pesar de no ocuparse más que de su arte, hablaba de la caballería italiana, de la marina italiana con un entusiasmo que a mí, extranjera, me parecía cómico.
Aquí creen, o lo dicen al menos, que todo lo que hacen los españoles es malo y consideran que sus políticos, sus generales, sus hombres de Estado están vendidos o son unos botarates.
Un convencimiento así, de hacerlo todo mal, le deja a cada español en una situación de ironía y de mordacidad.
El decirles que su país ha de progresar, a algunos les hace encogerse de hombros, a otros se me figura que les molesta, quizá por orgullo, quizá les parece una vulgaridad confundirse con los franceses o con los alemanes. Otra cosa que me asombra es la falta de curiosidad de esta gente.
Tengo en mi cuarto del hotel una doncella morenita, vivaracha, muy servicial y muy simpática.
—¿La señora es francesa? —me preguntó el otro día.
—No.
—¿Alemana quizá?
—No, soy rusa. De mucho más lejos. ¿Ya iría usted por allá?
—¿Por qué no? —me ha contestado—. Allí se vivirá como en todas partes.
Qué fondo de innata sabiduría y de falta de curiosidad tiene que haber para comprender esto.