EL MUNDO ES ANSÍ
POR ahora, de todo lo visto en España lo que más me ha impresionado ha sido ese escudo de la plaza de Navaridas con sus corazones y sus puñales y su dolorosa sentencia: «El mundo es ansí».
Como no puedo dormir bien en esta casa grande y sombría, he pasado algunas horas comentando, sin querer, esa frase, y por lo mismo que es muy vaga y muy general, la he aplicado a muchas cosas.
¡El mundo es ansí! Es verdad. Todo es dureza todo crueldad, todo egoísmo. ¡En la vida de la persona menos cruel, cuarta injusticia, cuánta ingratitud!… El mundo es ansí.
He repasado en mi memoria los accidentes de mi vida y me he visto a mí misma como un monstruo. Desde aquella vieja nodriza, Matriona, que me quería tanto y que me despidió deshecha en lágrimas cuando me fui de Rusia, hasta ese pobre pintor húngaro que nos consideraba a Olga y a mí como dos seres angelicales y a quien no fui a ver al dejar Florencia, ni me he ocupado de él. ¡Cuánta ingratitud! ¡Cuánto dolor producido a los demás de una manera caprichosa e indiferente!
Esta casa me entristece. Lo único alegre en ella es ese mirador en donde suelo tener a la niña y desde el que se divisa un panorama tan espléndido.
Ya deseo marcharme d e aquí.
El otro día dimos una vuelta alrededor del pueblo, al oscurecer, una de mis cuñadas y yo. Al volver hacia casa, ya de noche, me chocó ver tanta gente en la calle.
—¿Qué pasa? —le pregunté a mi cuñada.
—Van a la novena de las Ánimas —me contestó—. ¿Quieres que entremos en la iglesia?
—Bueno.
No sé si esperaría hacer una conversión y llevar un alma por el buen sendero católico.
Entramos; delante del altar mayor había un ataúd negro colocado sobre un catafalco, vestido de paños también negros, que tenían aplicadas unas calaveras recortadas en papel blanco. A los lados brillaban filas de cirios amarillos.
Era una cosa al mismo tiempo imponente y grotesca, ridícula y horrible.
La nave de la iglesia se veía llena de mujeres con mantillas negras y de campesinos envueltos en mantas y en trajes remendados.
Salimos, y este hormigueo de hombres desarrapados por la callejuela estrecha y mal iluminada por lámparas eléctricas cansadas y rojizas, me pareció una cosa completamente siniestra.