EL ESCUDO DE NAVARIDAS
AL terminar la comida, Juan ha dicho, levantándose:
—Bueno, vámonos.
—¿Adónde vais? —ha preguntado su madre.
—La voy a llevar a «La Hinojosa».
«La Hinojosa» es una finca de la familia que está a orillas del Ebro. Juan ha salido del comedor a preparar el coche.
Mientras tanto, he estado con las cuatro mujeres sufriendo un interrogatorio. Mi dificultad para hablar español me ha servido, porque varias veces he hecho como que no comprendía lo que me preguntaban, aunque comprendía perfectamente.
Poco después ha venido Juan y me ha acompañado al coche y hemos marchado rápidamente por la carretera.
El campo, formado por colinas amarillentas pobladas de viñedos, no es bonito de cerca. Nos detenemos en un pueblo pequeño y solitario, y bajamos en la plaza. Este pueblo se llama Navaridas, y antes era casi en su totalidad posesión de la familia de Velasco. Como esta aldea queda oculta en un repliegue del terreno, Juan ha dicho que hay un refrán que dice: «Navaridas, el de las malas entradas y peores salidas».
Bajamos en la plaza y entramos en la iglesia, que es amplia, grande y tiene un viejo retablo muy hermoso.
Al salir de nuevo al atrio, el cura del pueblo se acerca a saludar a Juan.
Mientras hablan, contemplo estas viejas casas amarillentas de la plaza, casi todas cerradas. Una de ellas, bajita, rojiza, con dos rejas a un lado y a otro, con sus cruces de hierro, me ha llamado la atención por el escudo que ostenta en la clave del arco apuntado que le sirve de entrada.
Es un escudo pequeño y desgastado por la acción del aire y de la humedad. Representa tres puñales en forma de cruz, esgrimidos por manos aceradas, que se clavan en tres corazones. Cada corazón va destilando gotas de sangre. Alrededor se lee esta leyenda sencilla: «El mundo es ansí».
¡El mundo es ansí! Es decir, todo es crueldad, barbarie, ingratitud.
Por si acaso no entendía bien el significado del blasón, he preguntado a mi marido y al cura qué quería indicar, y me han dicho lo que yo suponía de antemano: que esa leyenda quiere decir que en el mundo todo es brutalidad, dolor, pena.
¿Quién sería el hombre a quien se le ocurrió poner un blasón tan triste en su casa? ¿Qué le habría pasado? ¿Qué penas, qué dolores tendría?
Salimos del pueblo después de saludar al cura y recorrimos la finca de la familia de Juan. Al volver, en el camino vimos una mujer con un niño en brazos montada en un burro y un ciego detrás andando, apoyándose con las manos en las ancas del animal y llevando en la espalda una guitarra envuelta en una funda de cuero. El grupo tenía un aire trágico.
—¿Qué serán estas gentes? —le he preguntado a Juan.
—Vagabundos. Él tocará la guitarra por los pueblos —me ha contestado mi marido—, la mujer cantará y pedirá limosna.
¡Qué vidas más miserables! Si una tuviera esto en cuenta no se quejaría nunca.
Para el anochecer ya estábamos en casa. He acostado a la niña y me he preparado para una cena lenta, pesada y ceremoniosa.
Después se han presentado en el comedor a hacer la tertulia el vicario del pueblo, unas señoras viejas y un currutaco prehistórico y sin dientes, tan obsequioso y ceremonioso que llegaba a empalagar.