II

LA FAMILIA DE JUAN

LA primera visita que tenemos que hacer en España es a la familia de mi marido, en un pueblo de la Rioja. Por lo que dice Juan, se me figura que debe ser una familia a la antigua. Probablemente, supondrán que una rusa es un producto fantástico como una sirena o un dragón con alas.

Mi marido me ha advertido que dirá a su madre que soy viuda de un profesor.

Está bien. No me gusta mentir, ya veremos cómo salgo del paso.

Momentos antes de la partida, María, la niñera, me ha dicho que se queda aquí, en Biarritz. La pretende un chófer que se ha retirado y ha puesto un pequeño restaurante. Parece que entre la clientela cuenta con algunos criados de los rusos ricos que vienen por aquí. Además de los motivos sentimentales que pueda tener para casarse con mi niñera, tiene este práctico de que ella podrá entenderse con los rusos.

He deseado a María buena suerte; me hubiera gustado asistir a su boda; pero mi marido tiene prisa por ir a España. He tomado una niñera vasco-francesa, que se llama Graciosa y que lo es efectivamente. Me entiendo con ella muy bien.

Graciosa habla en vasco a la pequeña Olga.

No sé cómo se va a arreglar mi niña, cuando sea mayor, para hablar, oyendo en la infancia tantos idiomas al mismo tiempo.

Hemos hecho nuestro equipaje, tomado el tren hasta la frontera y seguido hasta Miranda de Ebro. Aquí bajamos, esperamos en la fonda y montamos en otro tren, que en una hora próximamente nos dejó en una pequeña estación, desde la que se ve un pueblo asentado en una colina, con grandes casas de piedra y viejos miradores de cristales.

Un coche de dos caballos nos esperaba a la salida de la estación. Un mozo ha cogido nuestras maletas, después de saludar a Juan con gran confianza, y de mirarnos a Graciosa y a mí con curiosidad. Hemos montado; Juan se ha puesto al pescante y hemos subido al golpe de los caballos la cuesta que conduce al pueblo.

—Nos va a tirar, señora —me decía Graciosa.

—No; no nos tirará —le contestaba yo, pero no las tenía todas conmigo.

El coche se detuvo ante una casa solariega, de piedra oscura, con un enorme portal. Subimos por una ancha escalera, pasamos por varios cuartos grandes y fríos hasta un comedor triste, y nos sentamos allí.

Ha transcurrido un largo rato y no se ha presentado nadie. Juan se ha puesto a encender en la chimenea unos trozos de vid seca. Yo estaba asombrada de un recibimiento tan frío. Al cabo de media hora ha aparecido una vieja, encorvada, con una toca de puntilla sobre los escasos cabellos grises. Es mi suegra. Mi marido la ha abrazado con frialdad; ella se ha acercado a mí, y contemplándome atentamente, de una manera escrutadora, me ha dicho:

—¿Estará usted cansada?

—No.

—Ahora les prepararán el cuarto.

Después de estas palabras, no muy amables, se ha puesto a hablar con su hijo de la casa, de la hacienda, de la bodega, del vino, con una mezcla de violencia y de cólera, como si mi marido tuviera la culpa de todo lo malo que pudiera ocurrir.

Juan la oía con displicencia, contestando de mala gana.

Mientras mi suegra hablaba, han aparecido tres señoritas viejas, dos de ellas hermanas y la otra tía de Juan. La acogida entre estas ha sido igualmente glacial.

—Hola —les ha dicho mi marido sin mirarlas apenas—. ¿Estáis bien?

—Sí, muy bien.

Se han sentado las tres solteronas, y han dicho que hacía un día muy malo; una de ellas, la más efusiva, me ha preguntado si es la primera vez que vengo a este pueblo.

Mi marido me ha sacado de la situación molesta en que me encontraba, diciéndome:

—Bueno; vamos al cuarto.

La sala que nos han destinado es enorme, pero muy fría. Yo le he dicho a Juan que la niña se va a constipar aquí, porque no hay chimenea ni medio de calentar esto, y él ha mandado que traigan un brasero, pero un brasero en un cuarto tan grande es lo mismo que nada.

Graciosa me ha indicado que a donde puede ir con la niña es a una galería de la parte de atrás de la casa, en la que da el sol.

Hemos ido allá. Es un ancho balcón, en parte cubierto de cristales y en parte no. El calor ha carcomido y tostado todas las maderas; una parra mete una de sus ramas, que recorre toda la pared de la galería. En los ángulos del techo cuelgan mazorcas de maíz, racimos de uvas y ristras de ajos. Desde allí la vista es espléndida. Se divisan una serie de colinas que dan la impresión de una explanada enorme; en el fondo, montes ceñudos y lejanos aparecen con sus crestas nevadas; sobre el río Ebro, que no se ve, tiende una niebla larga y blanquecina. Cerca del pueblo hay un bosquecillo de álamos, que el otoño va dejando rojos y sin hojas, y que parecen llamas cobrizas que salen de la tierra.

Es un paisaje este verdaderamente hidalguesco, por donde parece que han de andar caballeros y gente de guerra.

He dado de comer a Olga y la he dejado con la niñera en la galería, entre ristras de ajos y cebollas, de pimientos y de uvas.

Nosotros hemos comido tarde y la comida ha sido muy larga; entre plato y plato ha habido grandes tardanzas. Yo creí que en Rusia estarían las cosas de la vida práctica mal organizadas; pero en España, están todavía peor. Aquí en esta casa la cocina se encuentra al otro extremo del comedor, y, naturalmente, la comida viene fría.

Juan se ha sentado en la mesa en el sitio de preferencia: a la derecha, su madre, y a la izquierda, yo. Mi suegra me ha preguntado si los rusos creen en Dios y en Jesucristo; le he dicho que sí, pero la buena señora no se ha convencido. En el fondo supone que todos los que no son católicos van en derechura al infierno. No diré que no.

Una de mis cuñadas se ha extrañado de que sintiera frío viniendo de Rusia; pero la he dicho que allí se caldean mucho las habitaciones.

No se la impresión que he producido en los individuos de mi actual familia; creo que esperaban encontrarme más rara.