VII

LOS AMIGOS DEL HOTEL

Pides tregua; muy bien: tengamos tregua. Quieres que dejemos la cuestión Vera-Leskoff para más adelante. Muy bien; la aplazaremos y seguiré hablándote de mi vida, ya que dices que te interesan mis cartas. Me adulas, mi querida Vera.

Ya hace un mes que estoy aquí, y a pesar de que mi amiga húngara María Karolyes una entusiasta de Italia y de los italianos, a mí esto no me encanta.

Comprendo el esplendor de una ciudad como Florencia, la cantidad enorme de obras de arte que guarda; pero los italianos no me son simpáticos. Tienen una cordialidad con el extranjero que suena a moneda falsa. Es gente hábil, sagaz, llena de inteligencia; pero que ha vendido su alma al demonio ingles o yanqui en figura de dólares o de libras esterlinas. En el fondo, no creen más que en el dinero y en el placer. De ahí esa persecución a los dos ídolos; lo demás no cuenta para nada.

A mí esta manera de ser me repugna. Preferiría vivir en un pueblo austero en que la mortificación y la abstención fueran la regla, que no en un pueblo así en que el afán del placer hace a todo el mundo sórdido y miserable.

El otro día ocurrió una cosa muy significativa. Se anunciaba la inauguración de un teatro con una opereta, y momentos antes de comenzar la función se suspendió porque en un hotel de esos a donde van millonarios yanquis quisieron tener concierto y baile y los músicos de la orquesta dejaron el teatro público para ir a tocar a un hotel particular donde cobran más.

El pueblo que ve esto no puede tener simpatía por el extranjero, y en el fondo le odia; pero mientras haya liras que ganar se guarda su odio y sonríe.

Italia debe ser el país donde más cosas se pueden conseguir con dinero. En medio de tanta ornamentación y de tanto arte, la vida es sórdida y mezquina, se ve que se aquilata y alambica todo hasta el último céntimo.

La mayoría de los italianos de las ciudades de turismo, cuando se encuentran delante de un extranjero, piensan: ¿Cómo podría sacar a esta persona una lira más? Es verdad que los franceses y los suizos de los pueblos de moda hacen lo mismo, pero lo hacen más dignamente, no tienen esa obsequiosidad, esa sonrisa de cordialidad y de simpatía fingida de los italianos. Luego, aquí todos los hombres son conquistadores. No hay violinista; tenor o peluquero que no tenga la secreta esperanza de trastornar el corazón de alguna princesa extranjera y de vivir a sus expensas.

De estas cosas suelo discutir con la húngara María Karolyi, que es una italianista entusiasta.

María me parece que está cada vez más interesada con Enrique Amati, ese virtuoso, que según dice él, desciende de unos Amatis, fabricantes de violines, de Cremona.

María es demasiado coqueta y le gusta jugar con la gente.

Su estetismo le está depravando; quizá sea una cosa puramente exterior, de vanidad, de deseo de singularizarse, pero a veces parece que no.

Ahora asegura María que la heroína que más admira es la condesa Tarnowska, esa rusa cuyo proceso se está viendo en la actualidad en Venecia y que dominaba y martirizaba a sus amantes.

María suele cantar como si fuera su profesión de fe esta canción de la ópera Carmen:

L’amour est enfant de Bohème:

Il n’a jamais connu de loi;

Si tu ne m’aimes pas je t’aime;

Sí je t’aime, prends garèle à toi.

Este entusiasmo de María por la mujer instintiva y bestial no me lo explico. Verdad es que en el fondo no sé si lo siente o lo finge por hacerse la interesante.

El señor Amati, el violinista de cabeza napoleónica, no creo que representa, como María, ante sí mismo una pequeña comedia, pero ante su novia sí la representa; quiere demostrar que no es el aventurero que va detrás de la extranjera rica, pero se le ve el juego. No sé, quizá me equivoque; pero el tal Amati me parece un tipo un poco sospechoso.

María me ha instado varias veces a que la acompañe al taller de un pintor pensionado por el Gobierno húngaro y amigo suyo que se llama Dulachska.

Dulachska es el joven que estuvo en compañía de Amati en nuestro palco cuando cantaban El Trovador. Es un hombre de una timidez verdaderamente extraordinaria, que vive solitario en su taller. Ha estado mucho tiempo en Asís, una pequeña ciudad próxima a Florencia, en donde nació San Francisco, santo que, según parece, tiene mucha importancia en el santoral romano.

María se quedó muy asombrada de que yo no hubiese oído hablar nunca de San Francisco de Asís; yo le repliqué que seguramente ella no había oído hablar de muchos santos rusos, pero María es católica y supone que no se pueden comparar unos santos con otros.

Dulachska ha vivido en Asís en un convento, y no quiere pintar más que asuntos religiosos.

Ahora está acabando una Adoración de la Virgen. En su cuadro hay una serie de cabezas de ángeles y serafines muy bonitas.

Hemos visitado el taller, y el pintor, por intermedio de María, me ha dicho si tendría inconveniente en servirle con Olga de modelo. Quiere poner la cabeza de mi hija y la mía entre el coro de ángeles y serafines que rodean a la Virgen.

Le he contestado que me parecía mucho honor el que iba a hacer a nuestras cabezas.

—¿No quiere usted? —me preguntó él tristemente.

—Sí, sí; ¿por qué no? ¿Tendremos que venir aquí?

—No, yo iré a su hotel. Si le parece a usted, cuando tenga usted una hora o dos disponibles me envía una postal y yo iré en seguida.

Hemos quedado convenidos en esto, y el joven magiar vendrá desde mañana a retratarnos a la niña y a mí.

Adiós, pequeña Vera.

Sacha.