EN EL JARDÍN DEL BOBOLI
Los domingos por la mañana Florencia presenta el aire de una ciudad de provincia. También nuestra Ginebra es provinciana. Las dos tienen algo de ciudades pequeñas y de ciudades cosmopolitas; pero Ginebra vive dentro de la civilización y el cosmopolitismo como en cosa propia, y en cambio Florencia, en el ambiente de hoy se deshace; es el palacio principesco convertido en hotel.
Aquí las mañanas domingueras la gente sale a la calle vestida de día de fiesta; entra y sale a oír misa; los señoritos se reúnen en los atrios de las iglesias para ver pasar a las muchachas; las familias se detienen en las pastelerías y los señores van después a su casa llevando en la mano un paquetito blanco con dulces.
Por las tardes la ciudad ofrece un aspecto melancólico; las tiendas están cerradas, los cafés del centro llenos; pasan los coches llevando gente a la Casacine y los tranvías salen para los alrededores.
En las calles algo extraviadas la soledad es completa; no se ve a nadie y los viejos caserones de piedra, de construcción casi ciclópea, toman en este ambiente de tristeza un carácter verdaderamente serio y terrible. En algunos palacios, entre los sillares sin labrar, hay filas de argollas y anillos de hierro que en otra época debían servir para sujetar los hachones e iluminar la calle.
Por el empedrado, de grandes losas, pasa de cuando en cuando un ciclista en su bicicleta, y algún gato pacífico le mira correr, acurrucado, desde la escalera de un portal…
Por la mañana he andado hoy a la ventura por estos callejones estrechos y tortuosos, oscuros y negros. En algunos sitios me sorprende un olor a campo, un olor de paja y hierba seca que me transporta con la imaginación a nuestra finca de Moscú.
Me encuentro, luego de haber andado un momento perdida, en el Puente Viejo. Todas sus tiendas están hoy cerradas. Después de comer; María Karolyi, la muchacha húngara, me propone que vayamos juntas al jardín del Boboli. Tomamos un coche y subimos ella, Olga, la niñera y yo.
Llegamos delante de un enorme edificio amarillento, de piedra no labrada. En el palacio Pitti. El coche cruza la anchurosa plaza, sube por una rampa bordeando el ala del palacio y nos deja delante de la verja que da al jardín. Un criado con librea y sombrero de copa se aparta para dejarnos paso.
Entramos; enfrente hay una pequeña gruta artificial y a un lado un cartel que dice: «Giardino di Boboli».
María Karolyi sabe muy bien la historia de todas estas cosas; por lo que dice, la mayoría de las señoritas húngaras cultas tienen gran afición a los estudios literarios, históricos y arqueológicos. Parece que no les interesa tanto como a nosotras las rusas las ciencias naturales y la medicina.
Dentro del jardín del Boboli, hemos ido subiendo las cuatro por un paseo en espiral. De cuando en cuando nos volvíamos para mirar hacia atrás.
A medida que se escala el cerro donde está el jardín se ve la ciudad extendida a los pies, la cúpula del Duomo, el campanil del Giotto con su blancura de mármol un poco antipática, la torre de piedra del Palacio Viejo y otras torres y otros campaniles que sobresalen por encima de los tejados de la ciudad.
En el fondo, cerrando el horizonte, se destaca una sierra azul bastante lejana, y en ella algunas casas blancas en medio de bosques y arboledas.
Llegamos a una plaza solitaria con su banco de piedra y nos sentamos.
Olga corretea y juega y nos llena el banco de arena. En esto entran en la plazoleta unos turistas y se sientan a nuestro lado. Son dos familias; una formada por una señora con dos hijas de quince a veinte años y un muchacho, y otra por un matrimonio. Todos son ingleses.
El matrimonio está compuesto por un hombre de unos cuarenta años, de anteojos, bigote recortado, aire aburrido, y una señora joven aún, gruesa, guapa, rubia, de ojos azules, que mira a su marido como esperando una palabra amable que él no pronuncia.
Se ve que este hombre se encuentra en un estado de aburrimiento oscuro, sombrío.
Las dos muchachas y el jovencito de la otra familia hablan, ríen, leen la guía, la madre escucha lo que dicen con indiferencia.
Poco después se han levantado los ingleses y se han marchado. María Karolyi no tiene simpatía por estos ingleses pobres que, siguiendo la costumbre de los ricos, vienen aquí de turistas. Dice que ese aburrimiento que se nota en ellos es la prueba de su insensibilidad.
A mí no me parece lo mismo. Creo que esos ingleses que vienen después de trabajar mucho a las ciudades célebres por su arte, pensando hallar en estas un alivio a su tristeza, si se aburren no es porque no tienen sensibilidad, sino porque no encuentran lo que esperaban.
Todas estas cosas que tanto se ponderan, cuadros, estatuas, paisajes, producen a la generalidad de las personas, aunque no se quiera confesarlo, una emoción muy superficial, muy epidérmica, que no es nada o casi nada en la vida. Ahora, para los especialistas es otra cosa, porque ven en esto un oficio, un motivo de satisfacciones de su amor propio y de su vanidad.
Un cuadro, un paisaje, una partitura, es un juguete, algo menos en el fondo que el caballo para el militar, que el lazo bonito para la mujer, o que la muñeca para la niña.
La húngara dice que mis palabras son una blasfemia, y que los bellos mármoles, los hermosos cuadros, elevan el alma. Si fuera así un d’Annunzzio repleto de cultura clásica sería superior en espíritu a un Dostoievski que vivió muchos años en presidio, y no creo que a nadie que conozca a los dos se le ocurra compararlos.
María tiene una manera de ser muy latina, muy entusiasta de las actitudes, de las frases; no comprende el espíritu ruso, lleno de vaguedad, de misticismo, de piedad para los humildes. Cree sinceramente que Tolstoi es poco artista y que en cambio lo es mucho el signor Amati porque se pone a tocar el violín con la cara siniestra y un mechón de pelo negro sobre la frente.
Yo pienso a veces que en el fondo de este espíritu estético no hay más que sensualidad y grosería. No hemos querido discutir ella y yo con la certidumbre de que no nos habríamos de convencer una a otra.
Es una idea general suponer que en los países del Norte, en donde el clima es frío, la gente lo es también; y que en cambio en el mediodía, en donde hay mucho sol, la gente es ardiente y comprensiva.
Nosotras, como hemos estudiado fisiología, sabemos que no es así. Pero no quiero hablarte de cosas tristes, que es triste recordar nuestras fatigas estudiantiles y pensar en el ceño que ponía Leskoff al comprobar nuestra torpeza.
Dejo el pasado y seguiré contándote nuestra visita al jardín del Boboli. Hemos subido a la parte más alta de la colina en donde los inevitables turistas, sentados en la hierba, tomaban fotografías de la ciudad.
Desde lo alto hemos bajado por una avenida en cuesta verdaderamente deliciosa.
A un lado y a otro filas de cipreses altos, en unión de mirtos, muy elevados, forman dos paredes verdes.
Cortan estas avenidas otras laterales más pequeñas, también limitadas del mismo modo por muros de verdor formados por cipreses y mirtos altísimos y compactos.
Al anochecer, una de estas avenidas tenía un aire verdaderamente extraño; en el fondo de un túnel del boscaje aparecía el enorme busto de un dios de mármol blanco, y era, en verdad, aquello de una misteriosa poesía, algo evocador de la idea que tenemos del paganismo.
Volvimos al coche, dimos un paseo y ya oscuro entramos en el hotel a tomar el té. La familia de María, con el concurso de Amati, nos tenía preparado un concierto.
Lo escuchamos con grandes aspavientos, nos sentimos todos un poco snobs; hablamos de Bach, de Beethoven y de Weber, y nos fuimos a comer.
Ahí tienes cómo pasa un día tu amiga. Adiós, querida Vera. Con un apretado abrazo de tu
Sacha.