EN EL TEATRO
Notas en mí inclinaciones artísticas. ¿Qué quieres que haga para no aburrirme?
Todas las mañanas voy a la galería del palacio Uffizi, que es un palacio verdaderamente rico, espléndido, admirable.
Dentro de ese suntuoso edificio, la impresión más clara que brota del espíritu es la de habitar durante un instante un mundo de fantasía. Parece que se borra la noción de la vida real con sus penalidades y sus tristezas; parece que ya no hay en la vida miseria, enfermedades, trabajo, nada triste ni depresivo, quizá tampoco nada grande; parece que se puede vivir muellemente contemplando a Botticelli, a Fra Filippo Lippi; que se puede dejar transcurrir el tiempo leyendo versos, discutiendo con ingenio acerca de las cosas divinas y humanas.
Y da tal impresión el palacio Ufizzi, primeramente por sus obras; casi todas ellas de idealidad refinada; luego por la decoración, por los techos artesonados, por los mapas grandes, de colores, que se ven en las paredes con grandes rosas de los vientos en relieve, doradas; y más que nada quizá por esas galerías, a las cuales se puede asomar a contemplar con la vista fatigada, el Arno, lento, lánguido, verde, con un verde de marisma.
El mismo público del museo, formado en su totalidad por mujeres de todos los países, vestidas de claro, que miran ensimismadas alguna antigua tabla florentina, contribuye a reforzar la impresión.
Yo supongo, quizá me equivoque, que la mayoría de las mujeres que recorren estas salas de los museos se encuentran en situación parecida a la mía; supongo que tienen su pequeña o su gran tragedia y que buscan aquí la distracción o el consuelo…
Ayer noche fui invitada por una familia húngara, que está en mi mismo hotel, a ir a la ópera. Cantaban EL Trovador, una ópera italiana, de estas que por ahí en el centro de Europa no creo que se representen.
El teatro, el Politeama Florentino, es inmenso, de gusto clásico, de aspecto frío; hay mucha columna y mucha lápida de mármol blanco. No tardé en sentir que también era frío de temperatura.
En las butacas, muchos espectadores estaban con el sombrero puesto, lo que daba a la gente un aire de público de mitin poco distinguido.
La sala, en su mayor parte, estaba llena de extranjeros; se oía hablar inglés más que italiano.
Comenzó la representación; el público aplaudía, sobre todo al llegar alguna romanza de esas del bel canto, en las que se puede lucir el tenor o la tiple; los señores graves cerraban los ojos como diciendo: «Esto es sublime». Las jóvenes florentinas miraban al cielo en éxtasis. No debía haber en el teatro nadie que no supiera de memoria la ópera que se cantaban, porque en los entreactos todo el mundo tarareaba algún trozo musical.
En el segundo entreacto se presentaron en nuestra platea dos jóvenes a saludar a la familia húngara, un violinista bastante conocido, Enrico Amati, y un pintor que estudia aquí y se llama Dulachska.
El violinista me ha parecido que hace la corte a la muchacha húngara amiga mía. El signor Amati es un hombre moreno, con un aire siniestro; tiene la cabellera negra, que le cae formando una onda sobre la frente, la cara afeitada, de tono azul, los labios finos, la nariz corva y los ojos negros y brillantes. El pintor es un hombre tímido y perplejo. Estuvieron los dos un momento en la platea y se fueron al empezar el acto. Amati preguntó a la húngara si podrían ir a saludarla al hotel. La húngara contestó que sí.
Cuando se fueron los dos, la muchacha me dijo:
—Este Amati tiene una cara napoleónica.
—Sí, es verdad.
—Así debía ser Napoleón de joven.
Se conoce que la húngara le encuentra algo de Bonaparte, porque hace su conquista rápidamente.
Según me ha dicho la húngara, Amati es un virtuoso del violín.
Al terminar la función hemos marchado deprisa a casa. Ahora, desde mi cuarto, oigo el ruido de los coches y las conversaciones de la gente que sale del teatro.
Algunos rezagados pasan tarareando; uno de ellos comienza una romanza con brío y sus calderones rompen el silencio de la noche, este silencio profundo de la calle formada por grandes palacios cerrados y viejas casas solariegas.
Adiós, Vera; te desea buenos pensamientos, como se los desea a sí misma, tu:
Sacha.