LAS CAMPANAS DEL SÁBADO SANTO
¿Qué quieres, mi querida Vera? Vive una ya sin esperanza, y para simular la energía que no se tiene, para hacernos la ilusión de abarcar un radio de acción que no abarcamos, están el arte y la música y los libros, que son un poco de opio en nuestra vida sin vida.
El viejo Tolstoi, cuando habla con desprecio del arte y de las complicaciones de la vida moderna, creo que tiene bastante razón.
¿Quieres saber lo que hago? Pues no hago nada interesante. He aquí mi día de hoy:
Salgo por la mañana sin plan, sin rumbo determinado; me acerco al centro de la ciudad y me sorprende la animación de las calles.
Algo interesante ocurre; es indudable. La mayoría de la gente marcha hacia la catedral. La vía Calzaioli, la más concurrida de Florencia, se encuentra tan atestada de coches y personas, que se avanza en ella con dificultad.
En un extremo de la calle, en la anchura que forma delante del Duomo, hay un catafalco negro adornado con flores; alrededor se apiña la multitud.
Entre el gentío, algunos vendedores de periódicos venden una hoja. La compro, y por ella me entero que hoy, día de Sábado Santo, se celebra una fiesta antigua llamada Lo Scoppio del carro. El carro es, sin duda, el catafalco negro que han colocado delante de la catedral.
La hoja que acabo de comprar explica que esta es una fiesta florentina antiquísima. A las doce en punto una paloma de madera sale de la portada de la iglesia, corre por un alambre, llevando en el pico una mecha encendida y va a prender el castillo de fuegos artificiales que se levanta sobre el carro.
Añade la hoja que la gente campesina tiene como buen augurio el que la explosión de la pólvora meta mucho ruido. Ya enterada de la significación de la fiesta me acerco a la plaza del Duomo, que se halla cuajada de gente. Por todas partes se ven mujeres, la mayoría inglesas, con traje blanco y sombrero de paja, y turistas armados con máquinas fotográficas. En los balcones brillan al sol las sombrillas rojas, los abanicos, las blusas claras.
Dan las doce; suena un cañonazo.
—La Colombina!, La Colombina! —grita la gente con ansiedad y suena una explosión, y luego otra, y se llena de humo de pólvora la plaza, y casi en seguida todas las campanas de Florencia comienzan a tocar al mismo tiempo. La gente ríe al oír las explosiones; todo el mundo parece satisfecho… No comprendo bien por qué se relaciona la alegría con el ruido; yo al menos todas las alegrías las he tenido en silencio.
Me alejo un poco del tumulto. Las campanas siguen tocando con un tañer dulce, como el son de un harmonium, un sonido suave y acariciador.
Me siento en la plaza de la Signoria, en la fuente de Neptuno, al lado de las imágenes esculpidas por Juan de Bolonia, y veo pasar el catafalco negro de los fuegos artificiales, precedido por una nube de chicos.
Es un carro grande, tirado por cuatro bueyes blancos, altos y huesudos, con los cuernos casrectos, dorados, y el cuerpo cubierto con una gualdrapa roja, sobre la cual se destaca un lirio bordado de las armas de la ciudad.
Vuelvo hacia casa y de repente mi imaginación, me transporta a los días de mi infancia en Moscú, cuando se celebraba la Pascua.
No; seguramente allí el cielo no es tan azul como aquí; la nieve cubre aún las calles y las avenidas. Pero ¡cuánta más intimidad! ¡Cuánto más espíritu cristiano! Esa noche de Sábado Santo era para mí algo extraordinario y lleno de misterio.
Al terminar el oficio nocturno comenzaban las campanas de Moscú a repicar y se veían todos los semblantes alegres; yo sentía la impresión de la vida nueva, de la fraternidad humana…
Al día siguiente los criados se presentaban en casa con sus mejores trajes en nuestra sala, en medio de la cual había una mesa de dulces y de pasteles. Mi padre los recibía de uniforme e iba abrazando y besándolos a todos… Mi querida Vera, hacemos muy mal en salir de nuestro país, en perdernos en lejanas tierras. Ya no tiene remedio. Tu amiga,
Sacha.