POR EL DERRUMBADERO
DURANTE más de un año, después de casada, vivió Sacha en Ginebra. Había llevado a su casa a Vera e intentaba distraerla, acompañarla y rodearla de atenciones y de cuidados.
Cuando Sacha quedó embarazada, Vera pudo devolverle todos sus cuidados y atenciones. En esta época de su embarazo. Sacha se transformó, padeció un sentimentalismo morboso; al nacer su hijo, una niña, creyó despertar de un sueño.
Vera seguía estudiando medicina, y Leskoff, a pesar de que no tenía simpatía por Klein, iba con frecuencia a casa de Sacha y hablaba con ella y con Vera.
Año y medio después de su boda. Sacha recibió un telegrama de Moscú, en el que le decían que su padre acababa de morir en el campo. Era indispensable que Sacha y su marido partieran para Rusia.
Sacha supuso que necesitarían mucho tiempo para arreglar las cuestiones de la herencia, y decidió abandonar el hotel donde vivía.
Su primera preocupación fue Vera; no era cosa de dejarla ir de nuevo a la mísera pensión de Carouge. Habló a madame Frossard, y esta prometió reservar para la amiga el mismo cuarto coquetón que había ocupado Sacha cuando era estudiante. Vera pagaría igual cantidad que en Carouge, y la diferencia la abonaría Sacha.
La despedida de las dos amigas fue tristísima.
Sacha, Klein y la pequeña Olga, de pocos meses, se dirigieron a Moscú. Klein estaba deseando llegar a Rusia, ver las propiedades de su mujer y apreciar su valor. Tenía también gran ilusión por escribir en los periódicos de Ginebra y de Basilea, donde colaboraba sus impresiones acerca de la vida y del campo moscovita. Llevaba una porción de libros para tomar datos.
El primer tropiezo de Klein fue la censura que recogió sus libros, aunque con la promesa de enviárselos a su casa después de examinarlos.
La segunda complicación fue el hermano de Sacha, Boris.
Este se había considerado en vida de Savarof como el dueño absoluto de todo, y no se avenía a compartir el mando con nadie. Era hombre rústico, poco galante, brutal, acostumbrado a andar entre campesinos. Los otros dos hermanos de Sacha, el militar y el diplomático, se presentaron en la casa, asistieron a la lectura del testamento del padre, y los dos se pusieron a favor de Sacha y en contra de Boris, que pretendía, sin más motivo que su capricho, disponer de todo como único propietario.
Boris, al verse derrotado por sus hermanos, afirmó que no quería vivir con Sacha, y menos con su cuñado, y se fue a un pueblo próximo con una campesina con quien tenía varios hijos.
Ernesto se encontró orgulloso y satisfecho en aquella gran casa de estilo ruso, con sus amplias habitaciones, sus enormes chimeneas y sus viejos sillones. Paseaba y cazaba en el bosque de su finca.
A pesar de sus satisfacciones de vanidad, pronto tuvo motivos de queja.
El pequeño judío ginebrino no podía acostumbrarse a la vida del campo. Le parecía triste, pobre, sin entretenimientos.
Klein se aburría, y lo que le sacaba de quicio era el que la censura rusa borrase en el ejemplar que le enviaban de la redacción los artículos suyos de los periódicos suizos.
Este espíritu, un poco estrecho, de ciudad pequeña, era en él lo principal.
Ernesto Klein, a los cuatro o cinco meses de llegar a la finca de Savarof, vivía pensando en Ginebra, en lo que hablarían de él sus amigos, en lo que se diría de sus artículos. El ver que estos llegaban constantemente a sus manos mutilados y borrados le indignaba. Comenzó a sentir por Rusia un odio y un desprecio profundo.
Sacha le decía que podía haber supuesto todo aquello; ya se sabía que en Rusia funcionaba la censura; pero Ernesto replicaba que nunca hubiera podido suponer tanta estupidez y tanta arbitrariedad.
Ernesto Klein, al ver que no podía escribir sus artículos y leerlos allí mismo, consideró que no tenía alicientes en su vida, y comenzó a manifestarse malhumorado, impertinente y grosero. Cualquiera ocasión le parecía buena para molestar a su mujer y considerarla como causante de sus decepciones. Se quejaba de todo y a todas horas.
La divergencia de gustos y de ideas se iba haciendo cada vez más profunda. Sacha tenía una gran simpatía por los criados de su casa y por la gente de la aldea, antiguos colonos de la familia; sabía tratar a los campesinos, hablarles en su lenguaje, interesarse por sus asuntos, oír sus quejas. Todos ellos le querían a Sacha.
A Klein le trataban también con gran respeto y afecto; pero él no tenía simpatía por los mujicks. A veces sucedía que algún campesino con sus ahorros, iba a la aldea a hacer compras y entraba en el bazar de un judío, que le vendía géneros inútiles y caros, y el mujick volvía con la sospecha de haber sido engañado.
Klein se burlaba de esta gente tan estúpida, tan pasiva, que no sabía ni siquiera atender a sus intereses. Únicamente transigía con algunos ricos de fincas próximas, con los cuales podía hablar en francés de puntos sociológicos y literarios.
Hasta en las cosas más alejadas del vivir cotidiano, en las cuestiones políticas suscitadas de paso, no estaba conforme el matrimonio.
Klein, por una derivación lógica de su antipatía por el país, se había hecho partidario y defensor del gobierno autocrático; decía que estaba convencido de que aquel pueblo no podía vivir con un régimen de libertad. A Sacha le molestaba que negara la posibilidad de que Rusia pudiera vivir con un régimen de pueblo civilizado y le indignaba que Klein calificara todo de asiático. Klein argumentaba y reforzaba su opinión con razones históricas. El que antiguamente los rusos hubieran tenido que recurrir a los príncipes escandinavos para gobernarse era, según él, una prueba de la incapacidad de la raza.
—¡Qué importa la historia! —solía decir ella con desdén.
—¿Cómo que no importa? —preguntaba Klein.
—Claro que no. Lo que unos no hacen, lo hacen otros. Si no, no cambiaría el mundo.
Para Klein, los precedentes históricos eran como los carriles de un tren por donde forzosamente había que pasar; en cambio, Sacha, quería creer que los países tienen una marcha libre y caprichosa.
En parte, los dos tenían razón, porque Klein juzgaba científicamente y con antipatía, y, en cambio, Sacha juzgaba sentimentalmente y con amor.
Por un antiguo amigo de la casa tuvieron marido y mujer un grave disgusto. Este amigo, Demetrio Garchín, hijo del compañero del padre de Sacha, hombre inteligente, ingeniero que había estudiado en Alemania, al volver a Rusia se enamoró de una mujer casada que le correspondió, y se fue con ella a vivir al campo, abandonando él a su mujer y ella a su marido.
A Klein le parecía esto una abominable inmoralidad, y pretendió que Sacha indicase a los amantes la conveniencia de no aparecer por casa. Sacha se negó en redondo, y tuvieron con tal motivo un gran escándalo.
A medida que pasaba el tiempo la desavenencia conyugal se iba haciendo más intensa. Klein se mostraba mal intencionado y canalla; cualquiera hubiera dicho que profesaba verdadero odio por su mujer.