EL AMOR Y LA LITERATURA
LA luna de miel no fue tan extraordinaria como esperaba Sacha. La literatura ha hecho creer y a los hombres y a las mujeres que en determinadas circunstancias se desarrollan en ellos fuerzas espirituales que les llevan a las alturas de una felicidad inefable.
La palabrería literaria ha dado aire a esta idea, y para justificarla se ha inventado la psicología femenina.
Efectivamente; nada mejor para explicar una cosa problemática que inventar otra tan problemática y darla como indiscutible.
Es el procedimiento de todas las sectas religiosas.
La afirmación de los milagros producidos por las pasiones es un dogma defendido con fe por los poetas y novelistas.
Este dogma ha pasado al vulgo.
Para darle apariencia de verdad, los escritores han inventado la psicología femenina.
Toda la psicología de los psicólogos de la mujer está basada en la oscuridad, en la incoherencia y en la contradicción. Se explica lo oscuro, lo incoherente y lo contradictorio, con lo contradictorio, lo incoherente y lo oscuro. En la ciencia se considera como axioma: «De nada, nada»; en la literatura se supone: «De nada, algo».
Las contradicciones buscadas y amontonadas artificialmente, hacen la mujer del psicólogo. Este parece decirse: Hagamos que una mujer sea buena y mala, sensual y casta, amable e impertinente, seca y sentimental; coloquemos estas contradicciones e incoherencias en un fondo de oscuridad, y ya tenemos la mujer que necesitamos.
Luego la mujer de la realidad, al verse retratada así, busca el modo de parecerse a ese modelo enigmático.
Por medio de este Deux ex machina de la psicología femenina, la mujer puede parecer en su reflejo literario una caja de sorpresas.
La idea es falsa, pero a veces divertida. Claro que en el fondo ni en el hombre existe algo más que lo humano, ni en la mujer algo más que lo femenino.
¿Pero qué nos cuesta creer que hay más? A veces la incoherencia de los sentimientos femeninos da una impresión de complejidad, de sutileza, de abismo oscuro y misterioso; pero la oscuridad y el misterio se notan en la naturaleza, no en lo intelectual, en lo sutil, en lo que se llama psicológico, sino al contrario, en lo instintivo, en lo que se considera como orgánico, como fisiológico.
Si la psicología femenina fuera lo que nos cuentan los psicólogos de la mujer, necesariamente tendrían psicología las bailarinas, las cupletistas, las mujeres de harén, las que más se acercan al animal lascivo y caprichoso; en cambio, las mujeres inteligentes no la tendrían. Paralelamente, en el hombre la psicología sería exclusiva de los chulos, de los bailarines y de los apaches.
Este chulillo o esta mujer de burdel, odia o quiere, martiriza o se deja martirizar. ¿Por qué lo hacen? No lo sabemos. El misterio, la oscuridad, aumentan cuanto más se hunde en lo fisiológico, en lo inconsciente; cuanto más se aleja de lo intelectual.
En una mujer inteligente, las impresiones son más claras, menos contradictorias que en una mujer instintiva.
Sacha, que tenía la mentalidad formada por la literatura, dudaba de su amor.
Sacha no quedó completamente ilusionada con la luna de miel; el amor de Ernesto no despertaba en ella las energías extraordinarias que esperaba; quizá Klein no era el hombre para ella, quizá tenía razón Leskoff…
Las ideas literarias están tan arraigadas, que han llegado a formar parte de nuestra naturaleza. Las mujeres y los hombres tienen como un compromiso de honor el afirmar el misticismo y la lucidez de la pasión, considerando que sin ella los hombres no se diferenciarían gran cosa de los gorilas, idea después de todo absurda, porque los gorilas indudablemente se enamoran; a lo que no llegan, al menos por ahora, es a resolver ecuaciones de segundo grado.
A principios de Junio, los recién casados hicieron un viaje de boda. Era la primavera en todo su esplendor, en el calendario, pero no en el ambiente.
Sacha y Ernesto recorrieron Suiza entre chaparrones y granizadas; estuvieron en Alemania, en Heidelbeg, en Nuremberg, en Bayreuth. Después, como hacía frío en Alemania, bajaron a la Costa Azul, donde llovía con una constancia un poco desagradable.
Al mes de salir de casa volvieron a Ginebra; Sacha creía conocer a Klein; era un hombre trabajador, egoísta, algo mediocre, que le tenía afecto.
La amenidad con que al principio cautivaba al que le oía, era el resultado de un repertorio de anécdotas y de frases que producían efecto hasta que ya era conocido. Klein no tenía la originalidad profunda que viene del carácter.
Esta pequeña desilusión influyó poco en Sacha. Las mujeres, en general, no cotizan el ingenio de los hombres. Sacha le quería a Ernesto; no era el gran amor, pero sí lo bastante para considerarse feliz.
Al volver a Ginebra, Sacha encontró a Vera diferente, cambiada; estaba sombría y abatida.
No tardó mucho en averiguar la verdad. Vera se había enamorado de Semenevski y Semenevski acababa de marcharse con su mujer de Ginebra.
Sacha, al darse cuenta de la intensidad, de la fuerza de entusiasmo de su amiga, quedó asombrada. Aquella era la pasión salvaje, sin freno, de una naturaleza exuberante y primitiva.
Allí el análisis no había ido corroyendo poco a poco las energías; allí la inclinación terca, voluntariosa, tenía toda su fuerza y su arrebato.
Los consejos y las advertencias no servían de nada.
Vera contó a Sacha las fases de su pasión, que no eran muchas; por un contraste absurdo se había enamorado de un hombre como Semenevski, muy simpático, muy amable, pero sin voluntad, dominado por su mujer, que le traía y le llevaba como a un chico.
Vera tenía demasiada juvenil exuberancia para que la idea de la honra y de los derechos legales pesara sobre ella, y se decidió a la acción sin vacilaciones.
Escribió a Semenevski; él la contestó amablemente, tratando de echarlo todo a broma; ella volvió a escribir insistiendo y le habló con claridad.
La mujer de Semenevski se dio cuenta de lo que pasaba y llamó a Vera para hablar con ella.
La entrevista de las dos mujeres fue violentísima. La mujer de Semenevski creía habérselas con una chiquilla, pero se encontró con una leona.
Ninguna de las dos quería tener en cuenta los derechos legales; la más fuerte se llevaría al hombre.
En este primer encuentro, la mujer de Semenevski vio en Vera un enemigo formidable, y asustada, y valiéndose de la influencia que tenía sobre su marido, le obligó a dejar inmediatamente Ginebra.
Vera perdió así la partida y se entregó a la desesperación.