A LA VUELTA
ENTRARON en un café de Hermanee y se sentaron en la terraza a orillas del lago. Merendaron y dejaron a Sacha y a Klein hablar a su gusto.
Afsaguin propuso un paseo en lancha, pero hacía frío; Vera dijo que lo que debían hacer era meterse en el billar y jugar una partida. El vapor salía para Ginebra a las siete.
Se aceptó la idea de jugar y jugaron, Semenevski, Vera y Afsaguin contra Klein, Sacha y la mujer de Semenevski. Vera quiso hacer trampas en los tantos; Semenevski le ayudaba, pero Sacha y la mujer de Semenevski protestaron. Cuando llegó el vapor dejaron los tacos y fueron al embarcadero. El viento traía ráfagas frías impregnadas de lluvia. Sacha, que llevaba poca ropa, comenzó a temblar. Klein le dio su gabán para que se envolviera con él.
—Yo también tengo mucho frío —dijo Vera.
Semenevski se quitó el gabán y lo puso en los hombros de la muchacha con cuidado. Ella sonrió y dio las gracias.
El gabán era tan largo que le arrastraba por el suelo, y Vera, andando de un lado a otro, se enredaba los pies.
—Afsaguin, usted que es soltero, vaya de paje de esta señorita —dijo Semenevski—. Llévele usted la cola.
Afsaguin se acercó riendo; pero Vera no le quiso aceptar de paje, dijo que era un oso demasiado feo para paje suyo. Semenevski y Klein azuzaron a Afsaguin, pero el gigantesco ruso no se atrevía con Vera.
Había comenzado a nublarse. Hacia el lado del monte Blanco brillaba el sol y se veía el inmenso anfiteatro de montañas nevadas, con sus crestas puntiagudas y sus aristas brillantes. Al anochecer, el lago tomó un color plomizo, cesó el viento y comenzó a arreciar la lluvia. Afsaguin cantó canciones que había oído a los marineros del Volga. Cuando llegaron a Ginebra caía un furioso chaparrón.
Decidieron de común acuerdo cenar juntos, y entraron en uno de los hoteles más próximos al lago. La cena fue un poco melancólica; se habló de Rusia y de la vida del campo, de los recuerdos de la infancia, y estas evocaciones de la tierra lejana fueron para todos tristes menos, naturalmente, para Klein. Estaba lloviendo a mares; por los cristales del balcón se veía el lago, brillando como un metal fundido, estremeciéndose con las gotas de agua. Más lejos se reflejaban las luces eléctricas de los puentes y entre ellas se destacaba un faro azul.
Después de cenar acompañaron todos a los novios a su casa.
Vera, al despedirse, se colgó al cuello de Sacha y la abrazó y la besó repetidas veces.
Sacha estaba conmovida y se le saltaban las lágrimas.
Cuando dejaron a los recién casados volvieron Semenevski y su mujer, y Afsaguin y Vera hacia Carouge.
Había cesado de llover. La noche estaba estrellada, magnífica.
De pronto Afsaguin se detuvo y murmuró:
—Semenevski. ¡Eh!
—¿Qué pasa?
—Napoleón a Fouché… Par la gendarmerie
Y Afsaguin tuvo que pararse retorciéndose de risa.