LA CASA DE MADAME STAËL
LLEGARON al hotel de madame Staël, y una mujer, la guardiana, les dijo que no se encontraba la casa preparada para recibir visitas, pero podían pasar.
Les enseñaron primero la habitación de madame Staël y el retrato de Gerard. Aquella sargentona romántica, autora de Corina, no debía ser precisamente la Venus de Milo, a juzgar por su retrato. Con sus cejas pobladas, su talle corto y sus labios gruesos, daba le impresión de una mujer ordinaria. El pintor, para darle un aire carnavalesco, le había encasquetado un turbante amarillo.
Vera encontró completamente degouttante a la ilustre escritora.
Después pasaron a la biblioteca, con sus balcones que dan al lago. Sobre las consolas se veían los bustos de Buffon, de Necker y de Schlegel.
La guardiana dijo que allí los amigos e invitados a las reuniones de madame Staël solían representar las tragedias de Voltaire.
Semenevski y Klein habían leído las tragedias de Voltaire y explicaron su argumento.
—Sabe usted mucho, Juan Ivanovich —le dijo Vera a Semenevski con su aire impertinente.
—Ya ve usted. Tiene uno sus méritos.
—Pues nadie diría que es usted un sabio.
—¿Por qué?
—Porque tiene usted cara de niño zangolotino.
—No me considere usted tan niño, no me vaya a caer y tenga usted que tomarme en brazos. Sería para usted un problema.
—¿Lo dice usted porque soy chiquita?
—No; lo digo porque yo soy muy grande. Usted tiene bastante estatura para ser una mujercita encantadora.
—Muchas gracias, Juan Ivanovich. Me aturde usted con sus galanterías.
Después de visitar la biblioteca les llevaron a la habitación de madame Recamier, una alcoba muy cuca, que tenía en medio una cama de madera barnizada y pintada con flores y pájaros del paraíso.
Semenevski le dijo a Afsaguin confidencialmente que había datos para sospechar que la Staël tenía tendencias sáficas a favor o en contra de la Recamier, y el gigantesco, al oírlo, hizo grandes aspavientos y se echó a reír.
—¿Qué es? —preguntó Vera.
—Nada —dijo Semenevski—; son cuentos tártaros que no debe usted conocer hasta quince días después de su matrimonio.
—¡Bah! —replicó Vera con desdén—; ¿a una estudiante de medicina le vienen ustedes con esos secretos?
—La explicación íntegra se la dejamos a su futuro marido —contestó Semenevski.
—Qué tontos son ustedes los hombres y qué farsantes. Se creen ustedes muy maliciosos y ¡psch!, una mujer les da cien vueltas si quiere.
—Sí; no digo que no —replicó Semenesvki.
—No decimos que no —añadió Afsaguin.
Salieron de la casa al parque inglés, falsamente natural, como todo lo ideado y pensando por los discípulos de Rousseau.
En las avenidas de este parque, madame Staël discutía con Benjamín Constant, con Schlegel y con Sismondi.
Semenevski había leído en una revista francesa una narración de la vida que hacían allí en Coppet la gruesa madama y sus amigos, y contó una porción de detalles a Vera y a Pedro Afsaguin, que le oían con gran interés.
La ilustre escritora había estado enamorada durante mucho tiempo de Benjamín Constant, a quien llegó a importunar. Aquella rolliza madama era un volcán; a los cuarenta y ocho años, prendada de un oficialito francés herido en España, lo había llevado a Coppet, y para seguir las prácticas de la literatura de la época se había casado con él en secreto.
Después habló Semenevski de la hostilidad entre la Staël y Napoleón, y de la frase de este a Fouché.
—Decid a madame Staël —había dicho el Emperador— que se quede tranquila en su lago Leman; si no, la mandaré echar de allí por la gendarmería.
La frase la dijo Semenevski en francés, y Afsaguin, al oiría, se torció de risa.
—Par la gendarmerie! —repetía el ruso; y cada vez que volvía a decir la frase sentía una nueva explosión de risa.
A Vera no le hizo ninguna gracia la cosa. Encontraba que Napoleón era un bruto al tratar así a una señora, y que los que celebraban esta frase eran tan brutos y tan groseros como él.
Afsaguin y Semenevski quedaron callados haciéndose los cariacontecidos. A pesar de esto, Afsaguin miraba a Semenevski de reojo y volvía la cara para que no le vieran reírse.
Cuando se cansaron de Coppet fueron todos a Hermanee, un pueblecito más próximo a Ginebra.