LA BODA
VERA exigió que Sacha aplazara su matrimonio hasta que ella hubiese terminado sus exámenes y estuviese libre.
La boda se celebró, sin ninguna ceremonia, en la alcaldía. Se invitó a Vera, a Afsaguin, a Semenevski y a su mujer. Sacha quería que sus suegros fueran a la fiesta; pero Ernesto afirmó que era mejor dejar la comida de familia para otra vez.
Hacía un tiempo tan hermoso que decidieron, de común acuerdo, tener un día de campo e ir con los amigos a divertirse como colegiales en vacaciones.
Afsaguin propuso ir al monte Sálete a ver el mar de bruma; Semenevski observó que esos panoramas de montaña dan una impresión triste y poco en armonía con el regocijo obligado de una boda.
—¿Habla usted por experiencia propia? —le preguntó Vera.
—Sí.
—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Klein.
—Yo —contestó Semenevski— iría a almorzar a algún pueblecillo de la orilla del lago.
—Entonces, vamos a Coppet —dijo Klein.
—Eso es, y de paso veremos la casa de madame Staël —añadió Semenevski.
Se aceptó por unanimidad y se acercaron a tomar el vapor en el Jardín Inglés. Afsaguin advirtió que no estaría de más avisar por teléfono en un restaurante de Coppet para que preparasen el almuerzo.
—Es una idea luminosa. Afsaguin es un genio —gritó Semenevski—. En este momento le ha inspirado la musa…
—Sí, la musa de la alimentación —dijo Vera.
—Es usted muy malvada —replicó Semenevski; si no fuera usted tan bonita sería usted insoportable.
Se siguió el consejo de Afsaguin y se telefoneó a Coppet.
Mientras esperaban el vapor, Sacha deshizo el grueso ramo que llevaba y fue dando flores a todos. Afsaguin puso dos rosas rojas en su gorro, Klein un ramito de hierbas en el sombrero, Semenevski una gardenia en el ojal. Sacha, Vera y la mujer de Semenevski se colocaron un ramillete de flores en el pecho.
La gente del vapor les miraba sonriendo. El más elegante de todos era Semenevski, con su traje de terciopelo, sus polainas hasta la rodilla, su sombrero ancho y su gabán al brazo.
Hacía un día espléndido, el cielo estaba claro, el lago azul.
Al llegar a Coppet, un gendarme vestido de distinta manera que en Ginebra, por pertenecer Coppet a otro cantón suizo, apareció en el embarcadero.
Desembarcó la alegre caravana y atravesaron el pueblo, un pueblo de juguete, a orilla del lago. Entraron en el pequeño restaurante a almorzar y se sentaron a la mesa, ya preparada. Sacha estaba seria y algo pensativa. El porvenir se presentaba ante ella como una interrogación, y este grave pensamiento le arrastraba y le sugería recuerdos lejanos de la infancia.
Ernesto Klein se manifestaba decidor y alegre y lleno de solicitud por su mujer. Semenevski, Vera y Afsaguin charlaron por los codos. Vera se mostró muy graciosa y ocurrente, Afsaguin le dirigió galanterías de oso blanco, que fueron recibidas desdeñosamente, lo que produjo la risa general. Vera tenía la tendencia de acercarse a Semenevski, a quien llamaba Juan Ivanovich, porque se había enterado de su nombre y apellido patronímico, le pinchaba, le decía cosas desagradables para sacarle de su pasividad habitual, y él contestaba con su aire soñoliento, devolviendo los golpes por piropos y galanterías, que a veces ruborizaban y confundían a la estudianta.
A los postres, mientras Vera, Semenevski y Afsaguin bromeaban, la mujer de Semenevski, Klein y Sacha se pusieron a hablar seriamente de cuestiones de economía domestica. Después de brindar repetidas veces por la felicidad de los recién casados y de tomar café, fueron, como quería Semenevski, a visitar el palacio de madame Staël.
Afsaguin contó a Semenevski y a Vera cómo el domingo anterior había ido a Ferney a ver la casa de Voltaire y no le dejaron entrar; cosa que indignaba al joven ruso, pero todavía le indignaba más el pensar que la tapia del jardín estaba erizada de pedazos de vidrio de botella, para que nadie pudiese asomarse a mirar.
—Serán de las botellas de Champagne que beben los actuales propietarios —dijo Semenevski, riendo.
—Canallas —gruñó Afsaguin—. ¡Cerrar la casa de Voltaire!
—¿Qué quiere usted? Al propietario le dará lo mismo que la finca haya sido de Voltaire o del señor Duval, vendedor de percalina; quizá le parezca un inconveniente el que haya pertenecido al autor de Cándido.