EL ENCANTO DE LAS COSAS
UN día Sacha recibió una carta de Leskoff. Le confesaba que había tenido una verdadera inclinación por ella; pero que al ver su desvío había podido ejercer bastante fuerza en sus pensamientos para dominar su inclinación.
Después le decía que, fríamente, sinceramente, considerándola como a una amiga, creía que no había hecho una buena elección con Ernesto Klein, no porque Klein fuera hombre malo, ni vicioso, ni de dudosa moralidad, sino porque era un temperamento opuesto al de ella, por instinto, por hábito, porque era el tipo de la ciudad pequeña y cominera, con las preocupaciones y los gustos de un buen burgués.
Aunque no tenía autoridad para ello, ni pensaba ya pretenderla en ningún caso, le aconsejaba que estudiara su situación espiritual lo más tranquila y serenamente posible. Por último, de parte de su padre y suya, le rogaba que se negara a llevar a Vera a diversiones y a teatros. Esta muchacha no era rica, y la única solución de su vida consistía en concluir la carrera cuanto antes.
Sacha quedó impresionada y turbada con la carta. Muy ofendida en el fondo contestó a Leskoff, diciéndole que le daba las gracias por sus advertencias y consejos.
Realmente, Sacha no sabía si estaba o no enamorada de Ernesto. Suponía que no tenía una gran pasión, porque no se sentía capaz de ninguna heroicidad ni pensaba en realizar cosas extraordinarias.
Si el aumento de la energía humana es la característica de la pasión, ella podía dudar de sentirla; pero si el amor es melancolía, dulzura, tristeza nostálgica, entonces sí estaba enamorada.
Sacha no temía que su pretendiente fuese un hombre mezquino e insignificante, como insinuaba Leskoff; esto le parecía imposible; lo que temía era que en sí misma no hubiera brotado la verdadera pasión.
Ernesto, que comprendía las vacilaciones de su novia, la empujaba hábilmente por el camino del romanticismo, Klein se las echaba de bohemio, de hombre a quien no preocupaba el día de mañana y Sacha no notaba la mixtificación. Muchas tardes de buen tiempo tomaban los dos un bote e iban a pasear por el lago. Aquella decoración espléndida influía fuertemente en Sacha. A lo lejos, el monte Blanco aparecía como una inmensa cantera de mármol, los barcos pasaban con sus grandes velas triangulares; cerca de los muelles, los cisnes iban en bandadas, y al pie de los pilares de los puentes se reunían flotando las gaviotas.
Sacha se dejaba llevar por el encanto de la Naturaleza y por el encanto de las palabras.
Hay en el amor, como en todo lo que se expresa con labios humanos, una retórica hábil y artificiosa que da apariencias de vida a lo que está muerto, y aspectos de brillantez a lo que es opaco.
Es una mentira que a la luz de la ilusión tiene el carácter de la verdad; es una mentira que se defiende con cariño.
¿Para qué rascar en la purpurina? ¿Para qué analizar el oropel? Cuando la mentira es vital se defiende con entusiasmo la mentira, que casi siempre es más útil que la verdad.
Muchas veces, después de una larga conversación amorosa. Sacha dejaba el remo y miraba distraída el agua. En algunas partes, al entrar los rayos de sol, se veían las rocas del fondo; en otras, el líquido sobre el que flotaban era de tal profundidad, que no llegaba a distinguirse más que una sombra negra como de una caverna.
«Así iremos también por la vida —pensaba Sacha— indiferentes a los abismos que vamos cruzando, hasta que caigamos en uno de ellos».
Klein le parecía a Sacha bueno y afectuoso. Pensaba que llegaría a enamorarse de él apasionadamente.
Por la primavera. Sacha y Ernesto decidieron casarse y alquilaron un hotelito en las afueras y comenzaron a amueblarlo.