UNA CONFERENCIA LIBERTARIA
LA sala Handwerck se hallaba en las afueras de Ginebra, delante de una gran explanada. Era un local hecho para espectáculos variados, de esos edificios yanquis con aire de barraca de feria, que lo mismo sirven para bolsa de carbón, para cinematógrafo, para almacenes de bacalao o para decir misa.
Sacha, Vera y Klein siguieron a los que entraban en el local y penetraron en un sitio que parecía un café, y se sentaron. El mozo se acercó a ellos, les preguntó si querían un bock u otra cosa; pidieron el bock, y se quedaron bastante sorprendidos al ver que se descorría una cortina y salía al escenario un hombre vestido de soldado francés, que cantaba, con las manos metidas en los bolsillos, una canción acerca de los efectos del rancho.
Klein, extrañado, preguntó al mozo qué era aquello, y el mozo dijo que la conferencia ácrata se celebraba en el salón de arriba. Unos escalones solamente separaban el escenario donde se cantaban los efectos digestivos del rancho del escenario donde se explicaban los efectos de la Revolución Social.
Realmente la sala Handwerck era un edificio pedagógico y filosófico, porque al acercar el rancho a la dinamita y lo cómico a lo terrible, hacía pensar sin querer en la seriedad de las cosas grotescas y en lo grotesco de las cosas serias.
Subieron los tres por la escalera a una sala del piso alto, con varias filas de butacas.
Los primeros a quienes vieron sentados fueron a Semenevski y a su mujer. Semenevski fumaba la pipa, entornando los ojos adormecidos; Xenia leía un periódico.
Había entre los espectadores un hombre que parecía un antropoide, con unas barbas rojas deshilachadas, la nariz corta, los labios belfos, las cejas muy pronunciadas y unos anteojos de lentes muy gruesas. En un parque zoológico se le hubiera tomado por un gorila.
Hablaba con el Afsaguin, a quien se le conocía de lejos por su gorra de pelo encasquetada y su gabán blanco de sportman.
Afsaguin se acercó a Sacha e hizo un elogio caluroso de su simiesco amigo, de quien dijo que era un verdadero ruso y un verdadero socialista.
Como este elogio en boca de Afsaguin se había convertido en un lugar común constante, no hicieron del amigo mucho caso.
Había en la sala dos jovencitas casi iguales, vestidas las dos con traje negro y boina. Las dos muchachas, por lo que dijo Afsaguin, vivían íntimamente con el mismo hombre sin reñir. Eran libertarias.
Afsaguin consideraba esto como un gran mérito; en cambio, a Vera le pareció muy mal y dijo que las dos eran horriblemente degouttantes.
Semenevski rio silenciosamente de la repugnancia de Vera, y pidió luego a Afsaguin más detalles de los concurrentes.
El gigantesco ruso dio informes de muchas personas que se encontraban allí, hasta que se levantó el telón. Entonces, apresuradamente, para no perder palabra, se fue a la primera fila de butacas.
Salieron al escenario dos jóvenes vestidos de negro, los dos pálidos, flacos, y cantaron unos himnos muy tristes y lánguidos; luego apareció el señor de barba y melenas, que por la mañana repartía la hoja antimilitarista en el Stand de Carouge, y presentó al público el conferenciante, el camarada Bertonni.
El camarada Bertonni era un hombre alto, flaco, vestido de negro, de cara larga y expresiva, la nariz recta, los ojos profundos, la barba rala. No llevaba corbata ni cuello de camisa.
Al verle avanzar hacia las candilejas varios aplaudieron, otros entonaron a coro algunos compases de La Internacional.
Bertonni comenzó su conferencia. Hablaba en un francés seco, claro; se explicaba de una manera sencilla y exacta. Al principio hizo una exposición muy pesimista del estado intelectual y moral de los países europeos; luego, indignándose por momentos al señalar las iniquidades de los Gobiernos, empezó a lanzar anatemas furibundos contra las clases directoras, a predicar el sabotaje y la propaganda por el hecho, y a dar puñetazos en la mesa.
En este momento de furor del conferenciante, en el que aparecía como un energúmeno, las luces eléctricas oscilaron como asustadas y concluyeron por apagarse.
—Esos canallas de burgueses —dijo uno— quieren sumirnos en la oscuridad.
—Luz, luz —gritaron varios.
—Luz y Revolución Social —exclamó la voz de Afsaguin.
Llevaron un quinqué de petróleo al escenario y Bertonni pudo seguir su conferencia. De pronto, oscilaron de nuevo las luces y volvieron a brillar.
La conferencia comenzó a aburrir a los espectadores. Las dos muchachas, que según Afsaguin vivían con el mismo hombre, habían comprado dulces y folletos anarquistas que se vendían a la puerta de la sala y comían y leían con indiferencia.
Salieron de la sala, Sacha, Vera, Klein, Semenevski con su mujer y Afsaguin con el amigo de los anteojos.
Afsaguin estaba entusiasmado con el camarada Bertonni. Le hubiera gustado a él —dijo— verle discutir a aquel hombre con los aristócratas y los Grandes Duques rusos; tenía la seguridad de que los apabullaría al momento.
Semenevski inició la sospecha de que quizá los aristócratas y los Grandes Duques no querrían discutir con el camarada.
—No podrían —afirmó Afsaguin con fuego; y después de expresar su opinión se fue con su amigo de aspecto gorilesco.
—¡Qué hombre! —dijo Semenevski—. La verdad es que este entusiasmo ruso es algo magnífico, de una generosidad inaudita. Qué poco se parecen nuestros paisanos a los revolucionarios franceses, que por muy socialistas y anarquista que sean, siempre son unos buenos burgueses, desconfiados y prácticos.
—Yo no encuentro nada que admirar en esta clase de tipos —dijo Vera.
—Es que usted está ya influenciada por el corrompido Occidente —contestó Semenevski, riendo—. Yo también lo he estado; pero ahora voy recobrando mi nacionalidad rusa. Después de vivir cinco años en París me encuentro entre mis paisanos como en un sueño, como si hubiera vuelto a la niñez. Es admirable.
—No sé por qué —dijo Vera.
—¿Qué quiere usted? A mí me encanta un entusiasmo así, una candidez, una fe tan grande en todo. La verdad es que entre nosotros la inteligencia y la nariz están por formar. ¡Qué tipo este Afsaguin! ¡Qué maravilloso! No hay cosa que no le parezca extraordinaria, interesantísima. Esas muchachas que usted juzga degouttantes son también muy curiosas. Deben venir del campo. No tienen idea de toda la fuerza del pasado, de toda la pesadumbre de la tradición, y se figuran, leyendo esos folletos, que una transformación en la sociedad es tan fácil como un cambio de lugar en los muebles de su cuarto.
—Pero mujeres que piensan así tienen que ser estúpidas —replicó Vera—. Eso es absurdo.
—Sí, es absurdo; pero hay que convenir en que sólo una raza como la nuestra, llena de ilusión, de candidez, puede dominar el porvenir. En el fondo, todo ese mundo occidental con su civilización complicada, está ya seco, muerto. No tiene más que egoísmo y vanidad. El porvenir es para nosotros los rusos.
Vera miró a Semenevski sospechando si en sus palabras habría algo de ironía; pero no, en aquel momento hablaba en serio, con efusión entusiasta.
Echaron a andar por la explanada, y al final de ella se separaron en dos grupos; Semenevski, su mujer y Vera fueron hacia Carouge y Klein acompañó a Sacha hasta la pensión.