XI

EL PRIMERO DE MAYO

KLEIN se presentaba ante Sacha como un socialista entusiasta; ella también creía serlo, y acudía a todas las conferencias y reuniones que se daban con este carácter.

El Primero de Mayo decidieron Sacha y Klein ir en la manifestación de los trabajadores. Vera se unió a ellos, aunque advirtió varias veces que no sentir ninguna simpatía por las personas mal vestidas; pero, en fin, puesto que iba Sacha, iría también ella.

El punto de cita de los manifestantes era el Grand Quai, frente al Jardín Inglés.

Sacha, Vera y Klein estuvieron contemplando cómo se formaba la comitiva. Iban llegando algunos obreros en grupos con el estandarte de la asociación a que pertenecían. Las sociedades suizas venían casi todas con su charanga a la cabeza; más que agrupaciones obreras parecían orfeones preparándose para marchar a una fiesta de aldea, pastoril y campestre.

Cada grupo se formó por separado; entre ellos, el más numeroso era el de los socialistas rusos. Serían lo menos trescientos o cuatrocientos. Estaban todos los estudiantes de la colonia. La biblioteca de la Universidad se había vaciado en el muelle.

Al frente de todos se colocó Afsaguin con otro muchacho casi tan alto como él, que llevaba un cartelón con un letrero escrito en francés con letras negras, que decía: «Grupo socialista ruso».

Vera, Sacha y Klein entraron entre sus compatriotas agarrados del brazo.

La manifestación se puso en marcha por el puente. Casi al mismo tiempo comenzó a llover.

Aquella procesión tenía un aire verdaderamente triste. No había ni un policía para vigilarla, y esta misma indiferencia por parte de las autoridades le quitaba toda agresividad.

De pronto Pedro Afsaguin, destacándose con su estatura enorme por encima de todos, volvió la cabeza hacia atrás para dar una señal; se sacó la gorra y empezó a cantar, un himno revolucionario. Los demás se descubrieron y le acompañaron en el canto. Era una marcha fúnebre en honor de las víctimas de la revolución rusa.

Hacía un efecto extraño ver el fervor de aquella gente que iba cantando recibiendo la lluvia en la cabeza descubierta.

Más que un acto político parecía una ceremonia religiosa. Tenía también algo de símbolo de fraternidad humana. Al lado de las caras anchas, sonrosadas, de ojos azules y de nariz informe de los Grandes Rusos, se veían los perfiles de cuervo de los judíos y de los orientales. Estos tipos de mirada siniestra y de caracteres de raza trabajada por los sufrimientos y las miserias, parecían más negros, más tristes en presencia de los otros de aspecto infantil y embrionario.

Al entrar en el parque de recreo de Carouge, donde terminaba la manifestación, dos o tres vendedores comenzaron a repartir lacitos rojos, que los manifestantes se fueron poniendo en el ojal, y unas mujeres comenzaron a vocear con voz chillona un periódico anarquista.

El teatro estaba lleno. Sacha, Vera y Klein, viendo que no podían entrar, se sentaron en el jardín a una mesa.

—¿Quieren ustedes tomar algo? —dijo Klein.

—Yo, no —contestó Sacha.

—Yo tengo sed —dijo Vera—; bebería una copa de Champagne.

—Pues mandaremos traer una botella —indicó Klein.

—No haga usted caso —replicó Sacha—, esta es una tonta.

—¿Por qué tonta? La bebería, tengo ese capricho.

Klein pidió al mozo una botella de Champagne. El mozo trajo la botella y tres copas.

Al lado de Vera, en la mesa próxima, había una pareja de estudiantes desconocidos, probablemente forasteros. Él era un muchacho muy alto, afeitado, con los ojos azules y la melena rubia dorada; ella, una mujer de la misma edad que el joven o quizá algo más, de cara cuadrada, ojos grises con un brillo de acero, la expresión aguda e inteligente.

El muchacho alto y rubio estuvo mirando cómo el mozo servía el Champagne a sus vecinos.

—¿Qué, tiene usted envidia? —le preguntó de pronto Vera—. Si quiere usted, le daré mi copa. ¿No es hoy día de fraternidad universal?

—Muchas gracias, señorita —dijo el joven riendo—. Hemos pedido nosotros un ligero almuerzo y estamos esperando a que nos lo traigan.

Fraternizaron los dos jóvenes con Sacha, Vera y Klein, y se presentaron unos a otros, y se sentaron en la misma mesa. El joven alto se llamaba Juan Semenevski; su mujer, Xenia Sanin.

Estos dos jóvenes rusos, ambos de San Petersburgo, se habían conocido en París, donde estudiaban y se habían casado e iban a trasladarse a Berlín. Escribían ella y él en varios periódicos y revistas rusas.

Semenevski daba la impresión de un hombre escéptico y amable, indolente y lánguido; su mujer parecía muy dominadora y enérgica. Sin duda, de los dos, era ella la que mandaba. La mayor parte del público de la manifestación sentado a las mesas, se dedicaba en aquel momento a comer y a beber.

Semenevski comentaba burlonamente la actitud de los unos y de los otros.

Un maestro de niños, un viejo de melenas blancas, había plantado en el suelo un palo con un cartel, en donde se leía: «Escuela de Libre Pensamiento», y jugaba alrededor con los chicos al corro.

—Traer a estas cosas a los chicos, me parece desagradable —dijo Semenevski.

—¿Por qué? —preguntó su mujer.

—¿A ellos qué les importan las cuestiones entre el capital y el trabajo?

—¿No les llevan los religiosos a las procesiones?

Semenevski no contestó, quizá pensando que no valía la pena de discutir; después se puso a charlar con Vera, y dijo que iba a celebrar una interviú con ella, porque estaba comprendido que era la única que tenía ideas personales acerca de la cuestión social, y sacó un lápiz y un cuaderno y comenzó a hacer preguntas a la muchacha.

Vera, animada por el paseo y el Champagne, estuvo muy graciosa y ocurrente, y dijo una porción de ingenuidades y de frases felices, que celebraron todos.

Mientras almorzaban y bebían Champagne, se acercó un señor de melenas, que dejó en la mesa una hoja antimilitarista escrita en francés y en italiano, y una invitación para una conferencia ácrata que se celebraba por la noche en la sala Handwerck.

—¿Iremos? —dijo Semenevski.

—Iremos —repuso Vera.

—¿Vamos a ir? —preguntó Sacha.

—¿Por qué no?

—Yo les acompañaré a ustedes —añadió Klein.

Quedaron de acuerdo en que Klein les iría a buscar después de comer.

—Veo con gran disgusto —dijo Semenevski a Vera— que los anarquistas no le producimos a usted ningún terror; nos mira usted sin espanto.

—¡Ah! ¿Pero es usted anarquista?

—Por lo menos me figuro serlo.

—¿Y usted pensaba asustarme a mí?

—Tenía esa ilusión, señorita.

—Pues nada; a pesar de que usted es tan alto, me parece usted un chico a quien hay que llevar a la escuela.