LA ALEGRÍA DE LA NOCHE DEL SÁBADO
ALGUNAS noches, sobre todo los sábados, Klein iba a buscar a Sacha y a Vera y las acompañaba al teatro.
Con frecuencia, las dos amigas preferían corretear por Ginebra y recoger en las calles la impresión de fiesta y animación de la noche del sábado.
Uno de estos días de asueto fueron los tres a la Cité. De los cafetines y tabernuchas salían sonidos de acordeón; en alguno de aquellos rincones se oían las patadas de gente menestral que bailaba torpemente.
Subieron por una calle con escaleras a la plaza de San Pedro. Dieron vuelta a la iglesia, y luego se sentaron en un banco que rodeaba un grueso tronco de árbol. La noche de Marzo estaba húmeda y tibia.
Pasaron por la calle de los Filósofos y se detuvieron delante de la casa de Klein. Una luz brillaba en la ventana.
—El viejo se está acostando —dijo Ernesto.
—¿Quién?
—Mi padre.
—¿Es su casa de usted? —preguntó Vera.
—Sí.
—¡Qué bonita!
—Sí, de noche parece muy bonita y muy romántica. Es una casita de teatro, da ganas de cantar delante de ella, como en Fausto:
Salve demeure
chaste et pure.
Pasaron por la calle de Calvino. Enfrente de la casa del despótico reformador, celebraban alguna boda con un baile. Un torrente de luz salía por los balcones y alumbraba la lápida blanca de la casa frontera.
Allí, según dijo Klein, había vivido el sombrío dictador de Ginebra.
Cruzaban las parejas por delante de los cristales a los acordes de un vals de Strauss.
—Si viviera Calvino y viera esto, cómo se desesperaría —dijo Sacha.
Vera no había oído hablar de Calvino, pero dijo que si era un hombre a quien no le gustaba el baile, ya lo encontraba antipático.
Klein dijo que Calvino era tan severo que a un joven que envió versos a su amada le mandó azotar sólo por eso, y a dos novios que se habían besado yendo en una lancha por el lago Leman, los hizo colgar juntos cabeza abajo.
—¡Qué canalla! ¡Qué bandido! —exclamó Vera—. ¿Y ese hombre era de Ginebra?
—No, era francés, puede usted estar tranquila —dijo Klein—. A pesar de eso, aquí se le tiene por una gloria de la ciudad.
—¡Vaya una gloria! —dijo Vera con desenfado.
—Cerca de aquí vivió también Juan Jacobo —añadió Klein—, ¿habrá usted oído hablar de él, señorita Vera?
—Yo, no.
—¡Pues este era gran partidario de los enamorados!
Sacha aseguró que ella no comprendía el mérito de Juan Jacobo. Había pedido el Emilio en la biblioteca de la Universidad al oír decir que era un libro revolucionario, pero al leerlo le pareció una cosa insulsa y aburrida, como el sermón de un predicador.
Klein tenía un gran respeto por Juan Jacobo y explicó los méritos del célebre escritor y filósofo a las muchachas.
Luego, los tres juntos bajaron hacia el Ródano. Entraron por pasadizos estrechos y callejones, a cuya entrada brillaban faroles de color, indicadores de la existencia de burdeles.
Precedidas por Klein, Sacha y Vera se internaron en uno de aquellos pasadizos oscuros que bajaban hacia el río. Estas hendiduras entre dos casas, en parte se hallaban cubiertas, en parte no. A los lados tenía poternas claveteadas y ferradas, escalerillas y agujeros negros, bocas de otros corredores iluminadas por un farol verde.
Sacha y Vera sintieron miedo y se estrecharon una contra otra.
Desde una ventana, una voz femenina y ronca gritó en francés: «Habéis perdido el camino».
Viendo que los llamados no se detenían, repitió la advertencia en alemán.
Sacha, Vera y Klein salieron cerca del Ródano, y al volver por el puente hacia casa se encontraron con Leskoff. El ruso las saludó foscamente; no quería sin duda pararse, pero Vera le llamó, Klein y Leskoff no se miraron siquiera.
Vera le dijo a Leskoff que iba a ir en su compañía hasta tomar el tranvía de Carouge.
—Está bien —dijo secamente el médico.
Vera y Leskoff se despidieron, y Klein acompañó a Sacha hasta su casa.
Sacha sentía perder un amigo como Leskoff. Klein quiso demostrar que no había notado la actitud huraña del ruso, y habló con volubilidad. Luego, volviéndose, mostró a Sacha el aspecto de Ginebra, iluminado en aquel momento por la luz de la luna con sus grupos de chimeneas como pólipos nacidos en los tejados.
Se veía la silueta de la catedral, con sus dos torres y su aguja delgada en medio.
En el lago se reflejaban las luces de los faroles del puente, y el agua palpitaba llena de puntos luminosos.