ESA LUZ EN EL HORIZONTE DE LA JUVENTUD
AL volver de nuevo a Ginebra, después de sus vacaciones, Sacha se encontró con la sorpresa de que Ernesto Klein la cortejaba. Sacha pensó que la ausencia había producido en el joven filósofo una exaltación amorosa.
El comprobar la naciente pasión de Ernesto produjo en la rusa una impresión agradable.
Hay indudablemente para la juventud en el horizonte de la vida algo luminoso como una vía láctea: el amor, la ilusión, la promesa de la felicidad.
Al pasar los años, esa misma vía láctea pierde su brillo y su esplendor y nos parece un camino que no lleva a ninguna parte, una agrupación de necesidades incoherentes que se desarrollan en el vacío sin objeto y sin fin.
Sacha se engañó en absoluto con respecto a los sentimientos de Klein. El joven doctor en filosofía no había sufrido esa transformación frecuente con la ausencia, el motivo de su apasionamiento era otro.
Ernesto había hablado durante el verano varias veces con Afsaguin, el ruso gigantesco, y Afsaguin le pintó a Sacha como mujer rica, de gran familia, como una verdadera boyarda. Tenía tierras, propiedades, molinos, bosques. Afsaguin quería, sobre todo, hacer resaltar el mérito de Sacha, que, a pesar de su posición privilegiada, estaba afiliada en las huestes revolucionarias.
Klein, al comprender que una rica heredera había pasado a su lado y la había dejado escapar, se desesperó.
Varias veces preguntó por Sacha en la pensión, pero allí no sabían lo que haría la señorita Savarof.
—No sé lo que decidirá Sacha —dijo a Ernesto Klein madame Frossard—; quizá vuelva, quizá no. Hay que contar con la volubilidad de estos caracteres.
Klein estaba de acuerdo con madame Frossard en considerar como infantiles y volubles a los rusos.
Cuando volvió Sacha a Ginebra y la encontró Klein de nuevo en la calle, la satisfacción, la posibilidad de realizar el plan propuesto, le dejó turbado. Sacha notó su turbación y quedó sorprendida.
Ernesto se mostró amabilísimo con ella, le hizo mil preguntas acerca de su familia y la convidó a tomar el té en una pastelería.
Al despedirse de Sacha y marcharse a su rincón de la calle de los Filósofos, el pasante del colegio se veía hecho un gran señor ruso, vigilando sus haciendas, disponiendo los cultivos en sus propiedades, enseñando a los mujicks a manejar las maquinarias modernas, que ellos con su cerebro de orientales no podían comprender.
Ernesto quería perder de vista cuanto antes aquella callejuela estrecha, sin luz, aquel taller de su padre que olía a engrudo y a tinta rancia de imprimir. Nada de dar lecciones en el liceo a una colección de estúpidos muchachos que a veces se burlan de uno, no; una vida amplia, hermosa, llena de jugo, antipedagógica, se presentaba ante él.
Klein tenía ese sentido práctico de los judíos, más grande en ellos aún que en las demás razas meridionales, y comprendió pronto la manera de ser de Sacha.
La fue apartando poco a poco de sus estudios.
«¿Para qué envejecer y entristecerse sobre los cadáveres y los atlas de anatomía? —decía— ¿para qué averiguar tantas enfermedades y tantas miserias, cuando la vida sana y fuerte muestra su ubre llena de esencia vital y cuando la juventud sonríe?
»Dejemos los libros empolvados, las calaveras y los hospitales; riamos al sol en estas hermosas tardes de otoño», agregaba Klein, echándoselas de bohemio.
Sacha le escuchaba. ¡Es tan fácil seguir al que promete la felicidad sin esfuerzo!
Muchas veces los dos iban a pasear a la Treille, a contemplar sus jardines y sus terrazas llenas de flores. El sol dorado del crepúsculo brillaba en las cristalerías de los antiguos hoteles de la Cité; los árboles del paseo de los Bastiones iban despojándose de sus hojas amarillas y mostrando sus troncos negros por entre su ramaje desnudo.
Reinaba en la Treille una calma y una melancolía profunda en las tardes otoñales. Enfrente, marcaba en el horizonte azul su lomo blanco de nieve el monte Saleve.
Klein recitaba con fuego versos de Heine y de Goethe y poesías de Verlaine.
Sacha escuchaba en éxtasis.
Un día Ernesto llevó a Sacha a casa de sus padres. El viejo Klein y su mujer daban la impresión de buena gente, sencilla, franca, que vivía oscuramente en su hogar modesto y venturoso.
Sacha permaneció algún tiempo en el taller, sentada, viendo trabajar al padre de Ernesto, que estaba haciendo una labor de cuidado, poniendo panes de oro en una encuadernación.
Por la ventana de guillotina entraba un último rayo de sol, y en la calle una mendiga tocaba en un organillo de mano aquella melodía de Mignon, de Thomas:
Connais-tu le pays
où fleurit l’oranger?
y Sacha creía encontrarse en un mundo de sueño, en el taller de algún viejo artífice de la Edad Media.