PEQUEÑO JUDÍO, PEQUEÑO SUIZO
GINEBRA, la ciudad nueva, ha aislado a la Cite, a la ciudad vieja, y la ha aislado rodeándola, enquistándola.
Esta antigua ciudad sombría y austera, al lado de un lago tan bello y riente como el lago Leman, debía de ser en otro tiempo extraña, algo como un contraste de las malas intenciones del hombre frente a la bondad de la Naturaleza.
La Cité de Ginebra es un conjunto de calles tortuosas y estrechas, que van escalando con su caserío una colina en cuyo vértice se asienta la catedral.
Estas calles angostas, torcidas, silenciosas, tienen escaleras, rinconadas, alguna que otra plazoleta en donde hay una fuente.
Las fachadas sórdidas, negras y grises, de estas casas antiguas presentan sus ventanas cerradas; en ellas sólo alguna vieja de mirada llena de suspicacia aparece detrás de un cristal y observa al que pasa haciendo como que no le ve.
Se conservan todavía en el interior de la ciudad antigua, pequeñas industrias, pequeños cafés con cortinillas blancas, confiterías, imprentas, encuadernaciones…
En una de aquellas callejuelas, la calle Farel, antiguamente llamada de los Filósofos, cerca de la capilla de los Macabeos, tenía su casa y su taller de imprenta y encuadernación el padre de Ernesto Klein.
Era una casa de piedra, vieja y negra, de dos pisos además del bajo; con tres balconcillos en el principal y unas ventanas estrechas en el segundo.
En el bajo había una tienda con su puerta de cristales, que servía de entrada a la casa, y un escaparate pequeño con algunos libros y calendarios.
En el letrero se leía: «Klein, impresor».
Penetrando por la puerta se pasaba a la tienda, bastante oscura y sombría. En el fondo estaba el taller del padre de Klein. El taller era un cuarto grande, muy bajo de techo, con una vidriera, por la que entraba la escasa claridad que podía llegar de la calle de los Filósofos; el papel de la pared, viejo y desgarrado, estaba cubierto de anuncios y de calendarios; en medio había una mesa grande, donde trabajaba el viejo Klein con dos obreros y un aprendiz.
El taller comunicaba por un pasillo con un patio encristalado, y el patio con otro cuarto en donde había una máquina de imprimir antigua y varias cajas de imprenta.
Allí se había publicado un periódico de agricultura y el almanaque ginebrino. En ciertas épocas, dos o tres cajistas trabajaban a la luz de unos quinqués de petróleo.
El padre de Klein era un viejo judío venido de Francfort, de barba blanca y venerable aspecto. Según decía, procedía, por su madre, de una antigua familia española de Toledo.
Klein, padre, sabía algo de castellano, y el hijo, por respecto a la tradición familiar, lo había aprendido en la Universidad hasta perfeccionarse en su empleo y conocer admirablemente su literatura.
El viejo Klein llevó a Ernesto al liceo desde niño y no escatimó gastos con él. Verdad es que algunos decían que el impresor era más rico de lo que aparentaba.
Ernesto Klein fue uno de los mejores alumnos de la Facultad de Filosofía. A los veintitrés años, ya doctor, entró a dar clase en un colegio y comenzó a escribir artículos en periódicos y revistas, lo mismo en francés que en alemán, pues dominaba los dos idiomas a la perfección.
Durante algún tiempo ayudó a su padre en el almanaque ginebrino y la revista de agricultura que se publicaba en la imprenta de su casa, hasta que comprendió que el viejo le explotaba, y dejó de trabajar para él. Ernesto era de gustos tranquilos y burgueses; a pesar de pertenecer a la agrupación socialista y de darse como partidario de las soluciones más radicales, tenía un gran fondo de conservador y un deseo ardiente de alternar con la alta burguesía ginebrina.
Generalmente, el que siente el prestigio de la aristocracia es así; considera la de su pueblo y la de su país superiores a todas las demás.
La aristocracia calvinista de Ginebra, aunque exteriormente tiene el aspecto de una burguesía bien acomodada, no sólo no es asequible al advenedizo, sino que se muestra más impenetrable que la aristocracia católica y decorativa de los países arcaicos.
Cierto que esa mesocracia no ofrece al exterior nada de agresiva, ni de insultante, ni alardea de su riqueza ni de su fausto; pero esto no es obstáculo para que por dentro se conserve el espíritu de casta con toda su irreductible intransigencia.
A pesar del aspecto moderno y sonriente de la Ginebra actual, que es principalmente la ciudad nueva, a pesar de la amabilidad y sencillez de su vida, hay todavía allí los cimientos de una sociedad rígida y austera.
Los que conocen las antiguas familias de la Cité, aseguran que las tradiciones sombrías de Calvino se conservan puras entre los habitantes de aquellos viejos hoteles.
De vez en cuando se trasluce claramente la austeridad y la rigidez de la sociedad ginebrina. No hace aún muchos años que el Papa quiso elevar a Ginebra a la categoría de sede apostólica y nombrar para ella un obispo. El pueblo, sobre todo la clase pudiente, protestó. ¿Por odio al catolicismo, que tenía sus iglesias en Ginebra con la aquiescencia general?
No; la razón era que no quería que se restablecieran oficialmente las pompas romanas, que podían influir de una manera perniciosa en la moral de la ciudad.
En aquel ambiente recogido, impenetrable para el arribista, Ernesto Klein comprendió que había que buscar otros medios de encumbramiento, y comenzó a relacionarse con la colonia extranjera, sobre todo con la rusa.
No tenía por los rusos muchas simpatías; la hostilidad y las vejaciones del gobierno del zar contra los judíos, le hacían a Ernesto poco rusófilo; además de esto, la mayoría de los rusos le parecían gente de poca distinción.
A pesar de su desprecio por los rusos, Klein sabía que entre aquellas muchachas que iban a estudiar a Suiza, sobre todo después de la Revolución, solía haber algunas hijas de aristócratas, con grandes fortunas en el campo.
Para relacionarse con la colonia rusa a Klein le convenía aparecer como socialista exaltado; luego tendría ocasión, si era necesario, de hacer las evoluciones indispensables para transformarse en un buen burgués.
Durante toda la semana, Klein trabaja preparando las lecciones para explicarlas en el colegio. Los domingos, las tardes lluviosas y tristes del otoño y del invierno, constituían para él momentos felices.
Entraba en el café de la Corona, leía los periódicos franceses y alemanes, mientras saboreaba una taza de café y una copa de coñac, y después jugaba a las cartas con los amigos.
La señorita del mostrador, una muchacha muy bonita, distinguía a Klein con su amistad; él, al entrar, la saludaba y le daba la mano, pero no quería galantearla, no estaba dispuesto a perder el tiempo en amores poco transcendentales. Pasadas las primeras horas de la tarde del domingo en el café, Klein se marchaba en el tranvía a Carouge a ver a sus amigos rusos. Allí, en el salón de una de aquellas pensiones, discutía y peroraba con fuego.
Con su gran sentido práctico, Klein no hablaba para exponer sus ideas, sino principalmente para perfeccionarse en el idioma ruso.
Como buen judío, no le gustaba entregarse a disquisiciones metafísicas basadas en lo futuro, sino que quería que todo le reportara alguna utilidad.