LA ENEMISTAD CELOSA
ERNESTO Klein, el discípulo predilecto del profesor Ornsom, era también uno de los que acompañaban con frecuencia a Sacha y Vera.
Klein se distinguía en el paseo por su amabilidad y por lo vario y ameno de su cultura; todas las facultades superficiales y brillantes de los judíos; sabía dar interés a los asuntos, contar anécdotas, barajar los últimos términos científicos, aplicarlos con audacia y seducir a quien le oía.
Al notar que Klein se acercaba con frecuencia a Sacha, Leskoff lo consideró como un rival. Este ruso áspero, fuerte, no sabía dominar sus impresiones: tenía en el fondo un gran desprecio por aquel pequeño suizo sonrosado, a quien veía bullir en la Universidad y en reuniones socialistas. Rápidamente, los dos hombres se sintieron hostiles; Leskoff de una manera ruda, clara, violenta; Klein de un modo solapado y tortuoso.
La admiración que sentía Sacha por el talento del médico la comenzó a minar Klein hábilmente.
La falta de sensibilidad demostrada por Leskoff en la práctica de vivisecciones en su laboratorio de fisiología; su indiferencia por las doctrinas emancipadoras del socialismo; su inclinación por la teoría darwiniana, que le inducía a no creer en el milagro revolucionario; todo esto lo explotó Klein hasta desarrollar en Sacha el germen de antipatía que tenía ya por el médico, y hacer ver a sus ojos la figura del rival completamente odiosa.
Leskoff, por su parte, desdeñaba decir nada de Klein, pero hablaba con desprecio de los judíos, afirmando que moral y materialmente tenían rasgos que los separaban de los europeos.
—Pero hay gente que vale mucho entre ellos —decía Sacha.
—¿Quiénes?
—Brandes, Lombroso, Bergson…
—Todo eso no es más que la mala literatura que se ha acreditado a fuerza de reclamos —replicaba Leskoff.
A Sacha le parecía poco humano el antisemitismo del médico y le ofendía profundamente. En Rusia todos los liberales revolucionarios habían seguido el proceso Dreyfus y eran entusiastas partidarios del capitán judío acusado de traidor. Sacha era también muy dreyfusista y consideraba el antisemitismo como una secta de reaccionarios furiosos. Leskoff, a pesar de su antisemitismo, no era reaccionario; tenía la preocupación de las razas como la puede tener un ganadero o un albéitar, y la raza judía le parecía sospechosa. Él aseguraba que conocía a los judíos por la curva de la nariz, por cierta manera de levantar el labio al reír, y por otra porción de indicios orgánicos y espirituales.
Al llegar la época de los exámenes, Sacha y su amiga salieron bien de la prueba y fueron las dos juntas hasta la frontera rusa.
Sacha pasó tres meses en el campo con su padre y su hermano, pero no estuvo a gusto. Savarof había reñido con Garchín y este ya no se presentaba en la casa. El general y su hijo no hacían más que beber, disputar, montar a caballo. Llevaban una vida salvaje.
El momento de preocupación política y moral de Savarof había pasado y de él no quedaba rastro.
Sacha tenía que estar constantemente sola o entre las criadas; no podía hablar con nadie de lo que constituía sus preocupaciones habituales.
Cuando tomó de nuevo el tren para volver a Ginebra y se acordó de su hermoso cuarto blanco de la pensión de madame Frossard, se alegró, no como el que vuelve a la escuela, donde tiene que trabajar y estudiar, sino como el que se escapa de ella.