EL MAESTRO IMPACIENTE
SACHA y Vera no podían perder mucho tiempo en visitas y en discusiones; tenían que estudiar, tenían que engolfarse en sus lecturas y trabajar mucho si querían obtener algún resultado.
Vera lloraba a veces de desesperación al notar que no adelantaba apenas, y que después de leer y releer varias páginas no llegaba a fijar nada en la memoria.
Vera iba a estudiar en compañía de Sacha, Su cuarto de la pensión de Carouge era muy triste y no le gustaba estar en él.
A Vera se le ocurrió, a mitad del curso, pedir auxilio al joven Leskoff para que les diera explicaciones y les aclara algunas cosas que no comprendían bien. Nicolás Leskoff tomó la costumbre de ir después de cenar a casa de Sacha, charlaba un rato en la mesa, tomaba una taza de té y después daba a las dos muchachas una lección de anatomía y de fisiología.
Leskoff era de una gran inteligencia, sabía simplificar, coger el fondo de las cuestiones, dar en una cuartilla de papel el esquema de una cosa suprimiendo detalles.
Si la comprensión de Leskoff era grande, no así su paciencia; muchas veces manifestaba enfado y mal humor al ver la lentitud en darse cuenta de las cosas de Sacha y de Vera.
A Leskoff no le parecía bien que las mujeres estudiasen en la forma acostumbrada.
—Yo comprendo —decía— que obligar a una muchacha a estudiar en unos meses todo lo que se ha investigado en una ciencia en miles de años, es un disparate. Es lógico, y me parece bien, que haya mujeres médicas para las enfermedades de mujeres y de niños, pero es absurdo querer hacerlas sabias.
—¿Por qué? ¿Por qué no hemos de ser sabias? —preguntaba Sacha un poco indignada.
—¡Qué sé yo! Me parece que no están ustedes, organizadas para eso.
Sacha sacaba a relucir a su paisana Sofía Kovaleskaya, la célebre matemática profesora de Estocolmo, a la polaca madama Curie, a María Bashkitseff y a tantas otras conocidas en las ciencias y en las artes. Leskoff no negaba el talento de esta o de la otra mujer, pero en conjunto no consideraba el sexo de gran capacidad científica, política o artística.
La idea sustentada por Leskoff acerca de las mujeres indignaba a Sacha. Ni su amabilidad, ni su simpatía por ella eran bastante para hacerle olvidar aquella opinión, poco halagüeña, acerca del sexo débil.
A Vera no le preocupaba gran cosa que Leskoff afirmara la escasa capacidad científica de las mujeres y coqueteaba con el joven doctor, pensando, sin duda, que sería más cómodo y agradable casarse con un médico y dejar al marido el trabajo de ganarse la vida que no concluir la carrera y tener que ir ella misma a ejercerla a un rincón apartado del mundo. Leskoff se preocupaba bastante más de Sacha que de Vera; a esta la tenía por una chiquilla y la trataba así.
Sacha veía que el joven médico y maestro se iba prendado de ella, pero no le podía perdonar ni su impaciencia cuando veía que sus discípulas no le comprendían todo lo rápidamente que él pretendía, ni su desdén por las mujeres sabias.
Aquella tendencia al mal humor de Leskoff le parecía odiosa.
Sacha trabajaba todo lo posible para no ver el ceño de impaciencia que se dibujaba en la frente del maestro, cuando después de explicar tres o cuatro veces una misma cosa, veía que no le había entendido.
Sacha comenzaba a creer que su superioridad científica le costaba demasiados trabajos y se le iba atragantando y haciendo un tanto desagradable.
En Rusia había considerado el estudio de la medicina como un medio, como algo casi religiosa para llegar a un fin evangélico.
Allí, en Ginebra, esta idea apostolar no tenía ambiente. A los profesores no sólo no les preocupaba la política y las ideas socialistas, sino que la misma práctica de la medicina la miraban con desdén. Si había entre ellos algún misticismo, era el de la ciencia por la ciencia; lo demás no tenía importancia.
Sacha comprendía que este concepto no era de esos que pueden encarnar en un temperamento de mujer y lo aceptaba con muy poco entusiasmo.
Por las mañanas, Sacha, después de bañarse, tomaba la bicicleta e iba a clase.
Estas mañanas, de Ginebra, cuando hace buen tiempo, son verdaderamente encantadoras. El aire puro parece del campo, la atmósfera no se halla enturbiada como en la ciudad; todo es claro, luminoso, oreado, a orillas de este espléndido lago de Leman.
Los domingos por la mañana. Sacha y Vera, más elegantes que de ordinario, iban a la plaza Molard a comprar flores y a oír la música.
Leskoff algunas veces se atrevía a juntarse con ellas e intentaba borrar con palabras amables la impresión que dejaba por las noches de profesor adusto y serio. Sacha y Vera, por su elegancia, constituían el elemento aristocrático entre los estudiantes rusos; ir con ellas los domingos por la tarde, en el paseo, o por la mañana, en la plaza Molard, era una prueba de distinción.
A Sacha, que no tenía preocupaciones aristocráticas, no le molestaba gran cosa andar acompañada de alguno de aquellos compatriotas, estudiantes desastrados y melenudos; pero, en cambio, a Vera le fastidiaba bastante el verse al lado de tipos bohemios y harapientos.
Un estudiante ruso de enorme estatura provocaba, sobre todo, el disgusto de Vera. Se llamaba Pedro Afsaguin y era hijo de un pope de una aldea próxima a Moscú.
Sacha le conocía de Rusia. Afsaguin había sido uno de los instigadores del movimiento de 1905.
Preso por la policía y encerrado en la cárcel de Pedro y Paulo durante varios meses, pudo huir con una audacia extraordinaria cuando lo conducían deportado a Siberia.
Afsaguin era casi un gigante, cargado de espaldas, pesado, con ojos azules cándidos, la cara de niño, la nariz de kalmuco, el pelo de azafrán, la barba dorada naciente y la sonrisa ingenua.
Afsaguin solía llevar un gorro negro y un abrigo blanco de sportman, ya un poco raído y estropeado por el uso. Estaba empleado de mecánico en un garaje. Sacha tenía cariño a aquel muchachote grandullón porque sabía que era hombre de un gran espíritu, capaz en algunos momentos de desarrollar una energía salvaje. En cambio. Vera no le hacía ninguna gracia ir al lado de este gigante mal vestido.
Pensaba que a su lado parecía más pequeña y que les quitaba a Sacha y a ella, cuando les acompañaba, todo aspecto elegante y refinado.
Afsaguin era como la representación de la estepa en medio de la civilización occidental.
Los domingos lluviosos, Vera iba desde por la mañana a casa de su amiga, comía en la pensión de madame Frossard y pasaba allí todo el día. Solían recibir las dos algunas visitas de compatriotas.
Por la tarde. Vera, en un cazo y con la maquinilla de alcohol, se dedicaba a hacer compotas y dulces para tomar con el té. Todas las cosas de azúcar le encantaban. Decía muchas veces, provocando una cómica protesta de Sacha: «Creo, la verdad, que tengo más condiciones para cocinera que para médica».