LOS NUEVOS COMPAÑEROS
MADAME Frossard, al encontrarse con Sacha, la recibió cariñosamente y la instaló en un cuarto blanco y coquetón, con un mirador que daba a un hermoso jardín poblado de acacias.
La pensión Frossard estaba en un barrio de hotelitos, bastante lejano del centro de la ciudad, llamado Les Petites Délices.
La antigua institutriz tomó como un capricho la decisión de su exdiscípula de estudiar medicina; pero Sacha la quiso convencer de que su propósito era serio y bien meditado. Pensaba continuar allí en Ginebra sus estudios médicos y volver después al campo ruso a predicar las doctrinas salvadoras de la Revolución.
Los primeros días, la misma madame Frossard se encargó de servir de cicerone a Sacha, pasearon las dos por el lago Leman en barco, estuvieron en Laussana y en el castillo de Chillón y fueron en tren a Lucerna a ver el lago de los Cuatro Cantones.
Después de esta rápida ojeada al país, Sacha fue a matricularse a la Universidad, y el primer día de curso se presentó en ella.
Como entre clase y clase no había bastante tiempo para volver a la pensión, entró en la biblioteca, pidió un atlas de anatomía y estuvo contemplándolo.
Hubiera podido creer sin esfuerzo que se encontraba en Rusia, en algún centro estudiantil de estudiantes pobres.
La mayoría de los que estaban en la sala de lectura eran rusos y rusas, en gran parte judíos, algunos de los escapados por sus ideas políticas después de la Revolución, otros de los no admitidos en los cursos universitarios. Todos o casi todos tenían tipo meridional y eran un tanto sucios y abandonados.
Sacha, con su tez blanca y sonrosada, sus ojos azules y su cabello rubio, parecía una muñeca de porcelana entre aquellas mujeres de facciones duras, de color cetrino, como enfermas de ictericia.
A cada paso se abría la puerta de la biblioteca y entraba un nuevo lector o lectora. Entre los hombres abundaban los tipos melenudos y extraños; entre las mujeres, las estudiantas desgarbados y mal vestidas; unas llevaban un impermeable, otras un gabán, pocas sombrero, la mayoría gorra o boina en la cabeza, puesta de cualquier manera, sin ningún género de coquetería.
Todas estas muchachas habían perdido el aire femenino. Entraban en la sala de puntillas, se quitaban la boina o el sombrero, que colgaban de la percha, y dejaban el paraguas y los chanclos arrimados a la pared.
Sacha se entretuvo en observar a aquellos jóvenes, que iban a ser sus compañeros de estudio. Algunos estaban sobre el libro sin levantar cabeza, tomando notas; a otros se les veía mirar vagamente al techo; dos o tres habían sacado un periódico socialista y lo leían con cierta afectación.
Entre las muchachas era también muy curiosa la manera de estudiar: una jovencita con los ojos congestionados se encarnizaba sobre un libro de anatomía, agarrándose la cabeza con las manos. Se notaba el esfuerzo violento que hacía para retener tanto dato árido en la memoria.
A otra muchacha, en cambio, se la veía estudiar metódicamente, tomando apuntes, con calma; en su rostro había una expresión apagada, severa, de intelectual; daba la impresión de una inteligencia de hombre en un cuerpo femenino.
Entre estas futuras compañeras de estudios, Sacha distinguió una chica morena que la miraba sonriendo con sus ojos negros y brillantes.
Era una niña de diez y seis a diez y siete años; vestía traje negro holgado y peto blanco, que le daba cierto aire monjil; en la cabeza llevaba una boina de terciopelo sujeta con un alfiler.
Esta muchacha no era sin duda de las que se vestían sin mirarse al espejo; se advertía en ella una preocupación de coquetería y de deseo de agradar.
Sacha y la muchachita morena se miraban con simpatía.
Estaba abierta una ventana alta, y uno de los empleados se acercó y, tirando de una cuerda, empujó la ventana hasta cerrarla con ruido. La muchacha morena se estremeció y dio un salió en su asiento, luego se rio con una risa que le coloreó las mejillas y le hizo mostrar sus dientes blancos.
Sacha se rio también.
Tenía aquella muchachita una ligereza de pájaro; cualquier cosa le distraía; cuando sacaba una pluma del bolsillo del pecho para tomar una nota, parecía que iba a coger un alfiler.
Sacha pensó si aquella muchacha sería alguna suiza-italiana. Por lo menos, no le pareció rusa. Sacha decidió hablarla si en los demás días la encontraba en la biblioteca. Al día siguiente estaba allí y se acercó a ella. La muchacha era rusa. Se llamaba Vera. Se hicieron las dos muy amigas y dieron unas vueltas juntas por los jardines de la Universidad y el paseo de los Bastiones.