DE ARISTÓCRATA A REVOLUCIONARIA
EN este ambiente de desorden y de falta de equilibrio se educó Sacha. No podía quejarse de su suerte; muy consentida, muy mimada, vivió durante su infancia haciendo constantemente su capricho.
Hasta los diez o doce años fue una pequeña Savarof, que tiranizaba a su aya y a varias criadas puestas a sus órdenes.
En Moscú, como en su casa de campo, Savarof tenía un número excesivo e inútil de criados, tres o cuatro coches y una porción de cocheros y de mozos de cuadra.
Toda esta gente se movilizaba por los caprichos de Sacha. Su educación no era precisamente un modelo para un pedagogo. Tenía catorce años y aún no sabía leer. Garchín, el amigo de la casa, fue el que llamó la atención del general acerca del abandono en que se encontraba la niña, y Savarof, después de incomodarse y de gruñir, buscó una institutriz en Moscú y encontró una suiza de Ginebra, madame Frossard.
Esta señora se encargó de Sacha y, con una gran paciencia al principio, le fue quitando sus resabios, le enseñó a leer y a escribir, y a hablar francés correctamente.
La transformación de Sacha fue muy rápida; de una chiquilla díscola y voluntariosa se convirtió en una muchacha muy seria y formal. Aunque su padre se lo había prohibido, fue, en Moscú, a ver a su madre y quedó entusiasmada con ella.
La madre de Sacha era una mujer excesivamente impresionable, desequilibrada, neurasténica; la vida, con un hombre tan impulsivo como Savarof la había desquiciado por completo. Vivía entonces en la casa de una señora amiga suya, recluida, como una flor de estufa; leyendo los libros de Turgueniev y tocando en el piano a Beethoven.
Sacha fue con mucha frecuencia a ver a su madre y se impregnó de sus gustos y de sus ideas.
Sacha era muy zalamera y quería animar a su madre, inspirarle su confianza y su alegría. La enferma sonreía tristemente, dando a entender que para ella no había remedio. Sus disgustos con Savarof habían quebrantado su salud y su vida.
Sacha no quería reconocerlo; pues aunque admiraba a su madre como criatura refinada, espiritual y ajusta, sentía también un gran cariño por su padre, que le parecía más ruso, con todos los defectos y cualidades de la raza. La madre de Sacha estaba extranjerizada; no tenía afición ni cariño por el pueblo.
Otras influencias obraron en el ánimo de la hija de de Savarof.
Durante un verano, en el campo, Sacha, aburrida, comenzó a leer varios libros que le prestó sigilosamente el hijo de Garchín, que estudiaba para ingeniero en Alemania.
Después, Sacha entabló relaciones de amistad con un médico joven, que visitaba dos aldeas próximas a las fincas del general.
Este médico era un revolucionario, un místico. Dedicado a sus estudios, solo, sin necesidades, sin ambición personal, se había entregado a una obra evangélica: a predicar a los aldeanos la ciencia y la moral, a enseñarles a vivir y a comprender las cosas. Sacha habló con este místico muchas veces y se le comunicaron sus entusiasmos y su fe. Ella también decidió hacerse médica y comenzar los estudios enseguida.
Al saberlo Savarof, quedó atónito; la misma sorpresa le impidió manifestar su furor.
Unos días después preguntó a su hija:
—¿Has pensado en serio lo que me dijiste el otro día?
—Sí.
—Pues bien, ten esto en cuenta: antes te cuelgo de un árbol, que dejarte hacer tal disparate.
—Pues me vas a tener que colgar —contestó Sacha, sonriendo—, porque estoy dispuesta a comenzar los estudios en cuanto volvamos a Moscú.
El general se sentía interiormente mucho menos enérgico de lo que quería aparentar e hizo como que no se enteraba de la realización del proyecto de su hija.
Sacha, al llegar a Moscú, ingresó en un liceo y comenzó a estudiar con entusiasmo. Su padre la veía leer libros y cuadernos, discutir con algunas amigas, pero no le preguntaba nada.
Pasados sus estudios de Instituto, se preparó para entrar en la Escuela de Medicina. Hizo sus exámenes de ingreso con bastante éxito y comenzó a cursar el primer año. A ella, como a casi todas sus condiscípulas, les hubiera gustado llegar pronto a la práctica de la profesión; los preámbulos científicos les abrumaban un tanto.
Muchos de los alumnos, sobre todo los judíos, se iban al extranjero, porque por disposición del Gobierno no se admitían en los cursos universitarios más de un tres por ciento de estudiantes israelitas; por eso en ellos la selección era grande, muy corto el número de los aceptados y muy crecido el de los obligados a emigrar.
Durante aquellos años, en las Universidades rusas el ambiente revolucionario era violento; parecía que el gran imperio moscovita iba a arder de un extremo a otro, llevando la revolución social a todos los rincones del mundo.
El general Savarof sentía que vivía sobre un volcán. Solamente a Garchín, que era liberal del partido de los Cadetes, le permitía hablar de política y de reformas. El general, después de comer, por la noche, se sentaba en su butaca con el periódico en la mano y resoplaba con furor cuando leía alguna noticia acerca de los proyectos reformadores de los liberales y de los socialistas.
«¿Qué? ¿Qué es lo que vais a hacer ahora?» decía a su hija irónicamente.
Sacha contestaba con alguna frase clásica del repertorio revolucionario.
En la Universidad, Sacha se relacionó con otros estudiantes y estudiantas, entre los que había muchos socialistas y anarquistas. Todos se encontraban en pleno misticismo humanitario: el vivir para los demás, el despreciar las comodidades y la riqueza, el sacrificarse por el pueblo eran entre ellos verdaderos dogmas.
Del trato con los estudiantes se desarrolló en Sacha un gran amor por el pueblo ruso, por aquella masa campesina tan indigente, tan abandonada, tan miserable.
Leyó los libros apostólicos de Tolstoi y fue una convencida. Había que llegar, como quería el viejo maestro, a la perfección moral, a la pureza del corazón; había que predicar por los campos la insumisión al poder, la resistencia pasiva a la arbitrariedad gubernamental, la vuelta a la vida sencilla, el odio al industrialismo, a la máquina, al lujo superfluo y a los inventos superficiales del corrompido Occidente.
En la época de vacaciones. Sacha quiso ponerse en contacto con los aldeanos, intentando despertar en ellos un deseo de mejoramiento y de perfección ética.
Se encontró, como era natural, con una gente miserable, desconfiada, incapaz de una acción lenta y reflexiva, que iba abandonando el miedo respetuoso por el señor y adquiriendo el odio por el propietario.
Era imposible llevar una disciplina, una pauta moral a estos hombres acostumbrados a suplicar, a rezar, a emborracharse, a esperarlo todo del milagro y de la casualidad.
El desorden y la anarquía reinaban en las conciencias y en la vida; en el campo se repetían los robos y los asesinatos; en los sitios antes más tranquilos, se cometían horribles crímenes; el pueblo, desconcertado, se lanzaba en plena inmoralidad. Parecía que una epidemia espiritual iba contaminando las conciencias.
Durante el verano hubo algunos casos de cólera en la aldea próxima a la finca de Savarof; el médico, amigo de Sacha, quiso poner en práctica medidas sanitarias, desinfectar las casas y las ropas de los muertos, quemar los objetos contumaces; pero los aldeanos, amotinados, lo atropellaron de tal modo, que le dejaron maltratado y herido de muerte.
Sacha quedó horrorizada al medir el abismo de la brutalidad del pueblo, pero intentó reaccionar contra esta impresión; ella se debía a sus hermanos desheredados, tenía la obligación de trabajar por su causa, de llevar la salvación y el consuelo a los pobres campesinos.
La muerte de su madre, ocurrida poco después, aunque esperada, produjo en Sacha mucho efecto y le impulsó aún más a seguir la tendencia evangélica, a no desviarse de su aspiración humanitaria y religiosa.
De vuelta a Moscú, al empezar el curso. Sacha, con otras dos compañeras tolstoianas, organizó lecturas y conferencias populares en una escuela. Algunos revolucionarios de acción, afiliados a sociedades secretas, se mezclaron, y la policía, advertida, cerró la escuela.
Las organizadoras no quisieron darse por vencidas, y haciendo una colecta entre ellas y las compañeras, alquilaron un nuevo local para sus reuniones y sus conferencias. Los agitadores llevaron allí una máquina de imprimir y tiraron clandestinamente un periódico anarquista. La situación se iba poniendo peligrosa; la lucha entre las masas y el Gobierno tomaba caracteres agudos, cada vez más violentos; el partido socialista revolucionario se lanzaba a la lucha con un entusiasmo y un ardor heroicos; los atentados se sucedían sin intervalos; las ejecuciones eran constantes en las cárceles. A la crueldad del cosaco se oponía la barbarie de la dinamita. La policía hacía diariamente cientos de detenciones. En una de estas redadas policíacas, Sacha fue presa por conspiradora. En su interrogatorio se confesó enemiga de la autocracia y entusiasta de la revolución. Estaba dispuesta a sufrir el martirio como una verdadera revolucionaria; pero su padre, poniendo en juego todas sus influencias, consiguió libertarla.
En aquella ocasión, Savarof se mostró prudente y cauto. Sacha no quiso atender a las indicaciones paternales; las consideraba egoístas y mezquinas.
El general, fingiéndose enfermo, hizo que su hija le acompañara hasta su casa de campo y allí participó a Sacha que la tendría encerrarla, a pesar de sus quejas o de sus protestas.
Sacha estuvo secuestrada varios meses. La medida fue de gran prudencia; poco después estallaba en Moscú el movimiento de 1905, y todos los significados por sus ideas avanzadas iban a las prisiones y a la deportación.
Savarof tenía esta vez gran deseo de enterarse imparcialmente de lo que sucedía y se dedicó a leer en los periódicos el relato de lo ocurrido.
Su amigo y vecino Garchín iba a la casa todas las tardes a hablar con Savarof y con su hija. Garchín y Sacha llegaron a convencer al general y a hacerle reconocer que un liberalismo moderado sería un bien para el país.
Pasada la tempestad, el general, ya algo cambiado, participó a su hija que si quería podía seguir sus cursos en el extranjero.
Dudaron en la elección de sitio; pero como la antigua institutriz de Sacha, madame Frossard, vivía en Ginebra, donde tenía una pensión, se decidió que la hija de Savarof estudiara en la ciudad suiza.