UN GENERAL COMO HAY MUCHOS
SACHA había nacido en una finca próxima a Moscú con. Su padre, Miguel Nicolaievitch Savarof, era un militar distinguido; su madre, la hija de un alemán que se hizo rico administrando las propiedades de un gran aristócrata.
Savarof había vivido en su juventud como un oficial de posición, asistiendo a las fiestas del gran mundo, jugando y bebiendo con sus camaradas, emborrachándose alegremente, dando alguna que otra vez una paliza a algún labriego o a algún soldado, pero sin mala intención y sin guardarle después rencor. En el fondo no había hecho más que seguir las tradiciones del militar de buena familia.
Todo el mundo tenía a Savarof como un muchacho de excelente carácter; pero cuando avanzó en su carrera y comenzó a mandar, experimentó una transformación bastante frecuente entre los hombres un poco calaveras, al llegar a la mitad de la vida y al verse revestidos de autoridad se hizo despótico, brutal y puntilloso. Como no era inteligente, creyó que debía ser duro. Realmente esto de poder mandar es una cosa inmoral. De jefe se vio que Savarof, no sólo no brillaba por su inteligencia o por su cultura, sino que se hacía cada vez más cerrado, más torpe, más militar.
Hay algunos fisiólogos que suponen que mientras la sutura frontal del cráneo no se cierra definitivamente, el cerebro puede seguir desarrollándose y creciendo.
Sin duda a Savarof esta sutura se le cerró pronto, cosa bastante frecuente entre los generales rusos y de los demás países.
Quizá si Savarof hubiera tenido otro oficio, hubiera considerado su cerrazón como una desdicha; siendo militar, la disputó como un mérito.
Puesto que no sabía discurrir ni comprender, supuso que la verdadera misión del oficial era seguir al pie de la letra las ordenanzas y ser conservador y zarista como pocos.
Los hombres tienen la extraña condición de vanagloriarse lo mismo de lo bueno que de lo malo, de sus cualidades como de sus defectos.
Chamfort habla de un aristócrata que decía: «Pierden mis enemigos el tiempo si intentan arrollarme; aquí no hay nadie tan servil como yo».
Savarof no llegaba a esto, pero decía: «Otros habrá más inteligentes que yo; pero más fieles al Zar, nadie».
Gracias a su fidelidad por la buena causa, Savarof llegó a general; pero al alcanzar este grado le hicieron pasar a la reserva. Savarof comprendió que esta medida la habían tomado para dejar avanzar a otros más inteligentes y más útiles que él, y como era natural, se indignó. En el ambiente de favoritismo en que se mueve la burocracia y el ejército, un acto de justicia es casi siempre una injusticia más.
Savarof, indignado, se retiro con varias heridas y otras tantas Cruces a su finca campesina próxima a Moscú.
Decía constantemente que llevaba una bala en el pecho, cerca del corazón, que no se la habían podido extraer después de la batalla de Plevna, lo que le exponía a morir de repente.
Esta exposición creía él que le autorizaba a llevar una vida de excesos y a dedicarse, de cuando en cuando, con gran fervor a la religión.
Savarof era del Sur de Rusia y simpatizaba con los Pequeños Rusos, pero la tendencia liberal y democrática de estos le producía una cólera terrible.
El general no quería convencerse de que hacía muchos años no existían siervos en su país y trataba a sus criados de Moscú y de sus fincas rústicas como si lo fueran.
Gracias a la severidad de principios del general, cuando Sacha pudo darse cuenta de las cosas, se encontró con que su familia vivía en una completa anarquía.
La madre de Sacha, separada de su marido después de ser víctima de sus brutalidades, se había refugiado en casa de una amiga. Allí, apartada del mundo, se dedicaba a la música y a los libros; el hijo mayor, militar, estaba en el Cáucaso; el segundo seguía la carrera diplomática y se hallaba de agregado en Viena, y el menor se dedicaba, con pretexto de administrar las tierras, a correr por los campos, a jugar, a emborracharse y a hacer el amor a las campesinas.
El general le acompañaba muchas veces en sus francachelas.
Savarof nunca se había ocupado de sus hijos, quizá por ser varones los llegó a considerar pronto como rivales; pero a Sacha, por ser la menor y no tener a su madre al lado, quiso atenderla.
Atenderla, para el general era mimarla y dejarla hacer todos sus caprichos.
Savarof era un hombre arbitrario, pero cordial. Consideraba como una obligación y un honor la hospitalidad, y su casa de Moscú, como la del campo, solía verse siempre llena.
El más asiduo contertulio suyo era un vecino militar retirado, llamado Garchín, inseparable del general.
Los dos amigos hablaban con frecuencia de sus campañas, aunque de bien distinta manera. Savarof recordaba únicamente los incidentes, Garchín no sólo recordaba los hechos escuetos, sino que los criticaba y los juzgaba desde un punto de vista técnico.
«Eso será verdad —concluía diciendo Savarof al oír alguna opinión atrevida de su compañero de armas—, pero no conviene decirlo».
A pesar de los sentimientos hospitalarios del general, este no era bastante cortés y educado para aceptar con serenidad las opiniones contrarias a las suyas; y si alguno de sus visitantes exponía ideas que no le agradaban, sobre todo ideas políticas, le replicaba con extremada violencia.
Solamente a Garchín le concedía Savarof el derecho de crítica.
«Son tan poco inteligentes como yo —decía de los demás con ingenuidad— y no sé por qué se atreven a opinar».
Como la mayoría de sus contertulios eran casi todos amigos y deudos suyos, le perdonaban sus salidas del tono.
El mismo desbarajuste de la familia en el orden sentimental existía en le que se relacionaba con los asuntos económicos de la casa.
Ni el general ni su hijo llevaban cuentas, y no estaban enterados de lo que tenían que cobrar de sus numerosos colonos. Los arrendadores eran a su vez arrendatarios, y estos contratos y subarriendos, hechos en distintas condiciones, formaban una madeja inextricable.
Ni el padre ni el hijo sabían dirigir su hacienda; durante mucho tiempo la habían dejado en manos de un administrador alemán que les robaba, hasta que Savarof se decidió a intervenir militarmente, según afirmó.
Pidió catálogos y empezó a comprar máquinas agrícolas, un molino movido por electricidad, segadoras y trilladoras mecánicas; pero como los labriegos no sabían utilizar estos aparatos, y al general y a su hijo les pasaba lo propio, tuvieron que traer mecánicos y electricistas. A estos hubo que despedirlos porque se dedicaban a robar, y las máquinas quedaron en los almacenes llenándose de polvo, y otras que no se tomaron el trabajo de recoger fueron pudriéndose bajo la lluvia.
En vista del mal cariz que tomaban los asuntos, Savarof empeñó todas sus fincas en un banco del Estado por una cantidad anual muy crecida y se reservó la casa de campo con su jardín y su huerta y un bosque próximo. Este resultado le pareció una maravilla de su talento. Era indudablemente la medida más acertada que podía tomar.
Las ideas revolucionarias iban penetrando violentamente en los campos rusos, se preveían catástrofes, incendios, venganzas; las propiedades rurales únicamente podían dar rendimientos en manos hábiles capaces de mejorar los cultivos y de renovarlo todo de una manera lenta y segura.