UNA CARTA DE SACHA
TRANSCURRIERON varios años y un día recibí una tarjeta postal desde un pueblo de Suiza. Era de Sacha. Contesté con otra y la envié un libro mío.
Meses más tarde, Sacha me escribió esta carta en francés:
Estimado señor:
Gracias por el interés que me demuestra usted y por su libro. Lo he leído con gran curiosidad, queriendo explicarme ese país tan poco amable para mí, y a quien sin embargo guardo cariño.
En su libro he creído ver reflejada la vida española que tanto me ha perturbado, esa vida tan irregular, tan áspera, tan inexorable, y que a pesar de todo esto, produce sentimientos caballerescos y poco comunes. Hay algo, indudablemente, muy humano en España, cuando en contra de su vida arbitraria, injusta y cruel, se impone su recuerdo, no con indiferencia ni con odio, sino con cariño, con verdadera simpatía.
Al escribirle a usted siento ganas de llorar: en la época que le conocí tenía grandes ilusiones. Usted mismo contribuyó a esto. Pensé si la mayoría de la gente de España sería como usted, apática, meditabunda, algo gris, y me alegré de ello, porque supuse que llevaría en ese país una vida de calma y de tranquilidad. ¿Qué idea se formaría usted entonces de aquella rusa? Creo ahora que al verme tan engañada respecto a España y a mi marido debía usted sonreír con un sentimiento de lástima y de piedad.
Estoy a orillas del lago Leman, en un pueblo, en una casa antigua, inmensa, fría y triste. Me instalé aquí creyendo encontrar paz y reposo para el espíritu, y me equivoqué. La pequeña Olga no se encuentra bien, quizá sea una debilidad pasajera, pero me hace sufrir mucho. Mi pensamiento es cada vez más triste, mi espíritu cada vez más cobarde para el dolor.
Estos hermosos días de otoño me llenan de melancolía.
Pienso volver a mi país, a casa de una antigua amiga de mi pobre madre a la que tengo cariño y que me quiere todavía; esta idea de establecerme en Rusia no me seduce; me parece que es el reconocimiento absoluto del fracaso de mi vida.
Vivir sin una esperanza, sin una amistad, es muy duro para una pobre mujer.
He dejado en los países del sol parte de mi alma y vuelvo con ella mutilada y marchita, al hogar abandonado; a la patria que ya no es patria para mí. Conocer nueva gente me da miedo, andar así de pueblo en pueblo y de hotel en hotel, es horrible. Adiós.
¿Se acuerda usted de nuestros paseos por los caminos de su país? Si pasa usted por aquel rincón de Biriatu ¿no se llama Biriatu? salúdele usted de mi parte y acuérdese usted de mí. Yo guardaré también un recuerdo simpático del testigo de mi boda. Con un saludo afectuoso de su amiga.
Sacha V. Savarof.
Esta carta me produjo impresión. Alguna que otra vez revolviendo mis papeles la encontraba y pensaba en lo que habría sido de aquella rusa tan efusiva y tan simpática.
Años después me hablaron de Velasco. Estaba hecho un señor muy formal, que dirigía muy sabiamente sus negocios.
Un día le encontré en el tren y le pregunté por su mujer. Se veía que esta conversación no le agradaba.
Velasco, atropelladamente y sin hablar de Sacha, me dijo que las mujeres que se consideran civilizadas son el producto más antipático de la civilización, que la única misión de la mujer es estar en la cocina y cuidar de los niños, que él mandaría azotar en la calle a las sufragistas y feministas…
—Y usted, ¿en qué situación quedó con Sacha? ¿Se separaron?
—Sí, nos separamos; fue ella la que lo quiso. Me hizo un favor.
Velasco habló confusamente de las locuras de la juventud, y concluyó diciendo:
—Créalo usted, no se puede vivir con una mujer sin religión.
Yo le contemplé con un poco de asombro.
—Ya ha llegado usted a considerar la religión como cosa útil, ¿eh? —le dije.
—Si me parece útil para los demás —contestó él categóricamente.
Y hablamos de otra cosa.