LA BODA DE JUANITO VELASCO
SIEMPRE se distinguió el joven Velasco como elegante y como sportman; muchacho rico, hijo de un cosechero riojano, gastó dinero en abundancia, ensayó varias carreras y deportes y, por último, decidió ser pintor.
El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta.
Luego, los demás, empezando por la familia y por los amigos, no aceptan casi nunca esta solemne proclamación individual que les parece subterfugio, un buen pretexto para no trabajar.
Pasado el tiempo, si el vago por casualidad resultara un artista estimable, la vagancia no se toma en cuenta, es, en algunos casos, una belleza más, un gracioso lunar; en cambio, si el supuesto artista no produce nada que valga la pena, entonces su vagancia se pone al descubierto y se convierte ante los ojos de sus conocidos en algo criminal, desagradable y repelente.
En esto, como en todo, el éxito establece la ley.
La decisión artística de Velasco coincidió con la muerte de su padre y con su mayoría de edad.
El joven sportman, transformado por efecto de su libre albedrío en joven artista, recogió una cantidad considerable en dinero y en papel del Estado y se fue a liquidarlo y a recorrer el mundo.
Todos sabemos, por haberlo leído en los folletines franceses, que los viajes y los clásicos sirven para formar la juventud y completar la educación.
Pronto Velasco pudo dar un juicio de técnico consumado acerca de Botticelli, de Donatello, del champagne de la viuda Clicquot, de las bailarinas de music-halls más ilustres de los rincones de la vida galante en las principales capitales europeas.
Enriquecido con estos conocimientos, lanzó una mirada de águila a su alrededor y comenzó a darse cuenta de las cosas.
Velasco, fuera de España, se transformó; de anglómano furibundo, quedó convertido en españolista rabioso.
No se sabe si se le intoxicó alguna ostra, de esas que guardan bacilos tíficos, en un restaurante a la moda, o si tuvo alguna aventura desgraciada, el caso fue que Juanito Velasco pensó que fuera de España no valía la pena de vivir, ni de pintar, ni de comer ostras.
Únicamente le parecía digno de sus pinceles y de ser trasladado al lienzo, aunque él no se tomara el trabajo de hacerlo, lo trágico y lo grotesco, lo verdaderamente dionisíaco: escenas de toros, bacanales de Carnaval, procesiones de pueblo, Cristos sangrientos, adoraciones nocturnas…
En arte, Velasco no aceptaba más que lo genuinamente español, lo castellano castizo, y cuanto más crudo y más violento le parecía mejor.
Si Velázquez era un Dios, el viejo Goya era su profeta. Realmente, si hay en el arte español un huerto lleno de agradables y de inverosímiles sorpresas, es el de don Francisco de Goya y Lucientes.
—En la España actual —afirmaba Velasco— no hay más que dos pintores interesantes: Regoyos y yo. Ahora, poniendo banderillas, yo soy el primero.
Efectivamente, Velasco había toreado en algunas novilladas con gran lucimiento, demostrando lo que llaman las técnicos taurinos las facultades.
Varias veces vi a Velasco en Madrid y en Sevila, casi siempre con gente del bronce, y me habló de sus proyectos que a veces realizaba y de sus cuadros que no realizaba nunca.
Un día, al final del verano, estaba yo en un pueblecito de la costa vasca, cuando recibí un telegrama que decía así: «¿Puede usted venir esta tarde en el tren de las 3 y 20 a Biarritz? Le necesito para testigo de mi boda. Si se decide, póngame usted un telegrama. Le esperaré en la estación de la Negresse. Juan de Velasco».
Le contesté que iría, tomé el tren para Biarritz, llegué a la Negresse y me encontré a Velasco muy elegante, de negro, fumando con impaciencia un cigarrillo.
Salimos de la estación, montamos en un coche y fuimos a la carrera.
—Perdone usted que le haya avisado —me dijo Juan, mordiendo con sus dientes blancos el cigarrillo egipcio—; no le hubiera molestado a usted si un imbécil de primo mío hubiera venido aquí como prometió. ¿Usted tendrá escrúpulo en servir de testigo para mi boda?
—Yo, ninguno.
—Es que me caso con una rusa divorciada.
—¡Hombre! Es usted un fantástico. ¿Dónde se casa usted? ¿En la alcaldía?
—No. En la alcaldía nos presentaban dificultades. El alcalde es un republicano-socialista, y ¡claro! cree que el matrimonio es una cosa santa y respetable. En vista de los obstáculos, decidimos mi novia y yo casarnos en la capilla rusa.
—¿Ahí les dan a ustedes más facilidades?
—Sí. Muchas más. La única condición del pope es que si tenemos hijos, se eduquen en la religión ortodoxa.
—¿Y qué va usted a hacer con unos hijos ortodoxos?
—¡Pse! que vivan si pueden.
—Veo que la cuestión de religión no le preocupa a usted gran cosa.
—No me preocupa nada. Puede usted creerlo.
—¡En cambio, cuando lo sepa su familia!
—Protestará seguramente, pero ¡qué demonio! hay que hacer hablar un poco a las personas respetables. Así tienen algo en qué ocuparse, y además, un ejemplo de la mala conducta donde se puede destacar su moralidad.
—¿De manera que usted considera sus vicios como un holocausto a la respetabilidad ajena?
—¿No es una manera como otra cualquiera de rendir un tributo a la virtud?
—Yo siempre lo he creído así.
El coche en que íbamos Velasco y yo cruzó Biarritz a la carrera y se detuvo delante de la verja de un hotel. Bajamos del coche, atravesamos el jardín, subimos al piso principal, llamó él en una puerta y pasamos a un cuarto donde se estaba ataviando la novia de mi amigo, ayudada por una doncella.
—Sacha —le dijo Velasco—; este señor nos va a servir de testigo de boda. Ha tenido la amabilidad de hacer un viaje sólo para eso.
—¡Oh! muchas gracias.
Ella me dio la mano sonriendo. Era una mujer de veinticuatro a veinticinco años, rubia, muy blanca y sonrosada, los ojos claros e ingenuos, las cejas doradas, la nariz corta y los labios gruesos, que mostraban al sonreír una dentadura fuerte y brillante.
No era una mujer bonita, pero sí de un gran atractivo; tenía aire de salvajismo, de candidez.
A su lado Velasco, con su tipo de hombre moreno, su nariz prominente y algo torcida, su pelo negro y sus cejas pobladas, hacía un raro contraste.
Se me figuraba ver un romano de los antiguos tiempos con alguna joven escita robada en las selvas vírgenes de la ignorada Europa.
Sacha me dijo que les dispensara a ella y a su futuro por haberme llamado y perturbado en mis costumbres. Yo conteste que no valía la pena de ocuparse del tiempo de un desocupado.
Sacha me mostró su niña, una niña de tres o cuatro años, rubia, con aire de muñeca. En aquel momento jugaba en la galería con una criada rusa, de un tipo de gitana.
Velasco me llevó al cuarto que había mandado disponer para mí, y poco después se presentó de levita y guantes amarillos.
La novia había acabado su tocado; vestía de negro y llevaba un ramo de rosas y crisantemos.
Me puso una flor en el ojal, y me dijo:
—No se incomodará usted porque el otro testigo de nuestra boda sea el mozo del hotel, ¿verdad?
—No, de ningún modo.
—Aquí no conocemos a nadie, y hemos tenido que echar mano de él.
—Ah, claro.
—Tenía algún miedo de que no quisiera usted aceptar. ¡Como los españoles tienen esa fama de orgullosos!
—Es la leyenda.
Salimos los novios y yo a la escalera, y poco después se presentó el garçon que había de asistir a la boda conmigo. Era un tipo de judío, muy moreno, con la nariz de buitre y el pelo negro y ensortijado. Nos dijo que el coche esperaba. El coche era una carroza de forma antigua; el cochero y el lacayo llevaban libreas azules con galones de plata.
—¿Por qué han traído este coche? —preguntó Velasco.
—Aquí es costumbre en las bodas llevarlos de esta clase —contestó el mozo.
—Que afán tienen los franceses de dar a todo aire de vaudeville —dijo Velasco.
Sacha se echó a reír. Cruzamos los cuatro el jardín y entramos en la galoneada carroza nupcial. Llegamos en pocos momentos a la iglesia rusa, subimos rápidamente una escalinata y pasamos al vestíbulo.
El sacristán nos condujo a la capilla y salió después a avisar al pope. La capilla, grande, silenciosa, y oscura, estaba imponente. La vaga luz del crepúsculo entraba por un alto ventanal y dejaba la nave en una semioscuridad incierta.
Los dos novios y los dos testigos esperamos algo impresionados.
De pronto se abrió una puerta próxima al altar y apareció el pope vestido de blanco. Era un hombre joven, de barba roja, nariz afilada, anteojos y melena.
Los novios avanzaron hasta ponerse frente a él y los dos testigos nos quedamos unos pasos atrás.
El pope encendió dos velas, y, con ellas en la mano izquierda, bendijo sólo al novio con la derecha, luego puso un dedo sobre la frente de la novia y dio una vela a cada uno de los desposados.
El mozo del hotel tenía un aire tan extraño y tan solemne, con los pelos negros encrespados, la nariz corva, dirigida amenazadoramente hacia el cielo, la actitud gallarda y los guantes blancos en las manos cruzadas, que me daba ganas de reír.
Para dominar la inoportuna tendencia a la risa, me puse lo más compungido posible, haciéndome cuenta de que me encontraba en una ceremonia fúnebre.
El acólito trajo dos coronas grandes con piedras de colores, me dio una a mí, otra al mozo, y los dos tuvimos que sostenerlas sobre la cabeza de los novios.
El pope llevaba de la mano a los desposados hacia adelante y hacia atrás; los testigos teníamos que avanzar y retroceder con las coronas a pulso, carga un poco pesada.
Mientras tanto, el acólito comenzó a recitar una oración en la que se oía a cada paso la palabra Gospodin. El pope contestaba cantando e incesando a los novios.
Luego cambiaron el anillo y bebieron agua, y después vino en la misma copa.
Cuando se concluyó la ceremonia pasamos los cuatro a la sacristía y firmamos en un libro los novios y los testigos.
Inmediatamente salimos de la capilla y volvimos en la carroza nupcial al hotel.
Velasco apareció en mi cuarto con el traje de ordinario, charlamos un rato, bajamos al salón y una hora más tarde se presentó Sacha. Había dejado a la niña dormida en la cuna, al cuidado de la niñera.
Sacha, Velasco y yo, fuimos los tres a cenar al Grand Hotel.
Velasco, como hijo de cosechero y hombre de buen paladar, mandó traer marcas especiales de vino, de precios exorbitantes. En la cena se habló de todo, de pintura, de escultura, de política; de Rusia, de España.
Velasco explicó con detalles las corridas de toros en los pueblos riojanos y la procesión de Semana Santa en una aldea próxima a Logroño. Como hablando en francés no podía dar idea clara de las actitudes, se puso a dibujar en el cartón del menú siluetas de toreros, de picadores, de espadas y luego perfiles de curas, de gente campesina, de sacristanes con la manga parroquial. Hizo una verdadera espagnolade gráfica.
Después de cenar fuimos al Casino. Velasco jugó unos francos, y como hombre afortunado en amores los perdió. Yo estuve hablando largo rato con Sacha.
Me dijo que pensaba ir a España con su marido, probablemente a Sevilla. La rusa tenía en general ideas absurdas de nuestro país, pero era muy ingenua, muy simpática, muy llena de optimismo.
No sabía qué pensar de los españoles. ¡Éramos tan distintos su marido y yo, a pesar de ser los dos españoles y de pueblos bastante próximos!
—¿La mayoría de los españoles son como usted o como Juan? —me preguntó Sacha.
—¡Qué sé yo! Es difícil contestar a eso. Habría que conocer muy bien a los españoles, muy bien a su marido y muy bien a sí mismo, lo que es bastante difícil siempre.
—Sí, es verdad; pero si fuera indispensable tener un conocimiento tan completo para opinar, no se opinaría nunca.
—Tiene usted razón.
—De chica —añadió ella— yo creía que los españoles eran hombres pálidos, tristes, muy galantes y enamorados.
—¡Y por qué!
—Por una de las primeras novelas que leí, que tenía unas viñetas con unos caballeros melenudos, en donde se hablaba de los nobles sufrimientos de amor de un hidalgo español.
Yo le dije a la rusa que España era un país muy realista, en donde la gente dormía demasiado, pero soñaba poco, y ella supuso en mí intenciones de bromear. Era muy tarde cuando salimos del Casino, y entramos en el hotel.
Al día siguiente, al levantarme para almorzar, me encontré con Velasco y Sacha; me esperaban.
Velasco había decidido alquilar un automóvil por unos días y recorrer los pueblecillos de los alrededores.
—¿Quién va a dirigir el automóvil? ¿El marido de usted? —pregunté a Sacha.
—Sí.
—Entonces, ya podemos encomendar el alma a Dios. Nos va a hacer pedazos en la carretera.
—No lo crea usted. Dirige muy bien.
Sacha, con su hija la pequeña Olga, la niñera y yo, entramos en el automóvil, y Juan se sentó a dirigir.
Durante una semana vivimos así, parando en pueblecillos, recorriendo carreteras, almorzando en las ventas.
Velasco, como buen automovilista, no se preocupaba más que del motor, de la gasolina, de los neumáticos; el paisaje no le merecía la menor atención.
A la rusa le encantaban estas aldeas vascas con el cementerio alrededor de la iglesia y sus viejas casas negruzcas. Sobre todo, un rincón, cerca de Biriatu, le parecía delicioso.
Pasamos varias veces a España por la costa y también por Roncesvalles, deteniéndonos en Saint Jean Pied-de-Port y en Burguete. En las dos vertientes del Pirineo no dejamos pueblecillo de la carretera sin visitar. Sacha me hablaba de su vida, de sus ilusiones, de sus ideales artísticos y políticos.
Velasco no prestaba atención a las confidencias de su mujer; le parecían, sin duda, sentimentalismos, cosa de poca importancia.
Por la noche, al llegar a Biarritz, solíamos comer en el hotel platos nacionales rusos, una sopa de legumbres que se llama tchi, kascha y algunas otras cosas que se me han ido de la memoria y del paladar; luego, como veníamos rendidos, yo al menos, no salía de mi cuarto.
De mi amistad con Sacha me quedaron unas cuantas palabras en ruso, de las que no recuerdo más que al gato se le llama koska y que dobri nochi quiere decir buenas noches.
A la conclusión de la semana, a pesar de que Velasco y Sacha me instaban a seguir en su compañía, me fui al pueblecillo en donde había estado veraneando y me volví a Madrid.