HABLÁBAMOS el otro día en casa de una señora, amiga de amores, de cómo empiezan y acaban, y de si hay un verdadero acuerdo espiritual entre el hombre y la mujer. Estábamos todos conformes en que hay mujeres que producen un entusiasmo loco, y en que hay hombres que hacen un efecto parecido en las mujeres. Ahora, en qué consisten estas atracciones, estas afinidades electivas, según la frase de Goethe, ninguno sabía especificar.
Claro que la base es la belleza y la fuerza; pero hay quizá algo más, no bien conocido aún.
—¿Ustedes le conocen a don Juan, el vecino de aquí al lado, que es abogado? —preguntó la señora de la casa.
—No —dije yo.
—Pues es un hombre guapo, muy serio, muy desdeñoso con las mujeres, y con la barba negra. Vivía cuando era soltero en esta misma casa con su madre, y tenía una doncella muy bonita. Un día, a esta muchacha, entusiasmada con el señorito, se le ocurrió comprar un ramo de flores y ponérselo en el cuarto. El hombre averiguó quién había puesto aquellas flores y le dijo a la muchacha que se fuera de la casa.
—¡Qué severidad! ¡Qué idea de sí mismo tendría ese hombre!
—Pues una idea exacta —replicó la señora—: la idea de que las mujeres corren tras de los hombres. Al cabo de poco tiempo, una muchacha rica le escribió a mi vecino, para ver si se quería casar con ella, y se casó.
—La seguridad en sí mismo da el éxito —dijo un muchacho joven.
—Es indudable —añadí yo.
—¿A usted, Luís, nunca le han puesto flores en el cuarto?
—Nunca.
—¿Y le hubiera a usted gustado?
—Figúrese usted.
—¿No le han querido las mujeres?
—Poco.
—¿Pero usted no sería feo de joven?
—Psch… Así…, así…
—Por lo menos debía usted tener un aire agradable.
—No tengo una opinión clara sobre mi físico de entonces; pero parece que la opinión femenina no era muy favorable.
—¿Pero ninguna mujer le ha querido?
—¡Qué sé yo! ¡Es tan difícil saberlo!…
—¿Y por qué habrán tenido ese desvío con usted?
—¿Qué quiere usted, señora? Yo creo que me faltaba, para ser como su vecino de usted, el desdén y la barba negra.
—Y le sobraba la sorna que usted tiene.
—No he sido siempre burlón. Antes era ingenuo y sentimental. Es posible que esto que usted llama sorna sea una descomposición del sentimentalismo…
—No sé; usted es muy vacilante y muy filósofo, y a las mujeres no nos gusta ninguna de esas cosas.
—Sin embargo, ustedes tienen también su filosofía.
—¿Cree usted…?
—Sí, una filosofía un poco alrededor del ombligo.
—¡Qué mala opinión tiene usted de nosotras!
—No, no crea usted.
—Usted se ha reído mucho de las mujeres.
—No; hubiera sido reírse de la Naturaleza, y yo soy poca cosa para eso.
—Entonces, ¿por qué habla usted mal de nosotras?
—¿Qué quiere usted? Esto no es más que amor y entusiasmo disimulado por ustedes y dolor por el fracaso.
—¡Bah!
—Sí. No me ha ido completamente bien con el gremio femenino… Como decía antes, me ha faltado el desdén… y la barba negra.
Madrid, agosto 1920.