VII

JERUSALÉN Y BABILONIA

UN día, en el Retiro, me encontré con mi amiga doña Rosario y su hija Amparo, y las acompañé. Yo conocía poco a la hija de doña Rosario y me hizo la impresión de una mujer encantadora. A pesar de que era bonita, viéndola de lejos, no llamaba la atención; pero oyéndola hablar se acrecentaba su encanto.

Tenía una benevolencia para todo, una amabilidad, un deseo de agradar que me produjo asombro. Hacía observaciones sobre la gente, y observaciones bondadosas; las mujeres le parecían guapas y elegantes; todos los niños le llamaban la atención, los encontraba bonitos, graciosísimos.

Pasamos al lado de una mujer entretenida por un rico. Era una mujer muy guapa, de fama en Madrid. Bajó del coche y cruzó por delante de nosotros, llena de joyas, con un aire desdeñoso y displicente. A mí, sólo por su actitud, me pareció que debía ser una mujer estúpida, una verdadera vaca.

Amparo la miró con curiosidad y me dijo: ¡Qué mujer más guapa! Es una preciosidad. Luego me habló de sus sobrinos. Tenía esta Amparo una voz como de cristal; todo en ella parecía puro, limpio, diáfano. Cuando me despedí de madre e hija llevaba una impresión como de agua cristalina, de rumor de órgano, de pureza…

—¿Cómo en un mundo donde todo es agrio, venenoso y malhumorado hay personas así? —me preguntaba yo.

Por la noche pasaba por la carrera de San Jerónimo, camino de casa, cuando vi a Joshe Mari que estaba de conquista y hablaba disimuladamente delante del escaparate de una tienda con una vecina mía a quien conocía nada menos que desde Villazar.

Esta mujer, Amalia Martín, no sé si había nacido en Villazar, pero vivía allí cuándo yo era chico. Era hija de un coronel, que llegó, antes de morir, a brigadier. Amalia, de niña, era muy vistosa y andaba siempre seguida de tenientes. Era de las que llamaban el Cuarto de Banderas. Al morirse su padre, Amalia fue a vivir a Madrid y se puso a estudiar en el Conservatorio.

Aquí, un profesor, que, al parecer, trataba de convertir la clase suya en un harén, la sedujo, probablemente sin gran trabajo.

Amalia no debía tener condiciones para la escena, porque no siguió este camino y se dedicó claramente a la galantería.

Yo la veía hoy con uno, mañana con otro, en coche, en el teatro, por las calles, al anochecer, de conquista. No debía tener amigas; únicamente, a veces, la encontraba con una chata, rubia, aristócrata, casada y separada del marido.

Madama Lulú, la amiga de las de Bernedo, la conocía y me habló de Amalia como de una mujer caprichosa y voluptuosa. Yo me la figuraba una de esas falenas que van a la luz hasta quemarse las alas.

Debía haber resuelto bien la vida; tenía su cuarto en la plaza de Oriente, cerca del mío, que, probablemente, lo pagaba con su pensión, y se dedicaba a piratear y a hacer conquistas. El cuarto suyo, al menos desde la calle, parecía bien arreglado y coquetón.

Yo pensaba si aquella Amalia sería una filósofa, si habría entendido la vida, si después de sus aventuras amorosas sería capaz de comentarlas, de pensar en ellas al lado del fuego; sí tendría bastante espíritu para leer un día una poesía romántica o tocar una noche de verano un Nocturno, de Chopin.

Le hablé a Joshe Mari de aquella mujer, y mi primo me llevó a su casa. ¡Qué desencanto! Amalia, a pesar de su vida, a pesar de sus aventuras de cocotte tenía una moral de comadre. Hablaba mal de las demás mujeres, a quienes acusaba de descocadas, y quería pasar por una señora honesta y respetable.

—Es un escándalo los escotes que llevan ahora las mujeres —nos dijo—. Es un horror. ¿Y las modistas? Esas son las peores.

Esta fraseología me dio asco. Aquello, unido a que la Amalia de cerca se veía que era vieja, me hizo un efecto deplorable. ¡Pobre mujer!

Estaba agriada, pintada, empolvada, y al abrir la boca enseñaba unos dientes azulados.

¡Qué diferencia entre ella y la hija de doña Rosario, con su vida pura y su mirada clara y su infinita bondad! ¡Qué contraste entre ella y esta vieja aventurera, llena de remilgos!

Jerusalén y Babilonia: Virtud y Vicio. Quizá, más que nada, gracia y torpeza, buen gusto y estupidez.