VI

UN ÚLTIMO ALETEO

Me encontraba el año pasado en Arnazábal, cuando un día apareció en mi casa Bebé, que estaba tomando las aguas en Urbero.

Hacía dos años que había quedado viuda, y tenía dos hijas. Se aburría en el balneario y vino a verme.

Estaba muy elegante, vistosa, con cierta tendencia a la gordura. Tenía ya los párpados tiernos y arrugas en el cuello.

Hablamos mucho, y fui a visitarla al balneario.

Me dijo que se marchaba pronto a un pueblo de la costa, en donde había dejado a sus dos hijas con una señora de compañía.

—¿Por qué no viene usted por allí? —me preguntó.

—¿En dónde vive usted?

—En un hotel que hay cerca de la playa.

—Pues iré.

Decidimos ir juntos. El hotel estaba casi en el mismo puerto.

Me dieron a mí un cuarto con vistas al mar.

Conocí a los chicos de Bebé, muy guapos chicos, y a la institutriz, una inglesa de unos cincuenta años, mujer de un aire inteligente y fuerte.

Por las mañanas solía ir a la playa con los niños y la institutriz.

Hablé mucho con esta. Me dijo que Bebé tenía una fortuna respetable y una gran finca en Castilla.

Bebé no iba a la playa hasta las doce. Era una mujer perezosa y glotona. Le gustaba comer bien, beber copas de anisete y de benedictino después de comer, y fumar un cigarrillo. Tenía esa derivación un poco cínica que suele ser frecuente en las mujeres que pasan de cierto romanticismo a un sensualismo un tanto epicúreo.

Era una mujer sensual que no sentía ni cariños ni odios, pero era muy graciosa, muy despreocupada. Tenía una falta de curiosidad grande, una impotencia para comprender ideas generales extraña y un sentido práctico enorme. Era un tanto egoísta, contradictoria y versátil; pero, a pesar de esto, muy simpática. Quería dos cosas opuestas al mismo tiempo, y cuando no podía conseguir las dos, se quejaba de su mala suerte y de los demás.

—¡Pero, Dios mío! —exclamaba—. ¡Qué gente! No la dejan a una vivir. Siempre me están molestando.

Se aburría en el pueblo, y varias veces fuimos a San Sebastián.

Una noche, al salir del Casino, estuvimos paseando por la orilla del mar.

—¿Se acuerda usted de aquella tarde que volvimos de Hernani? —le pregunté yo.

—Sí. ¡Qué imprudente estuvo usted! —replicó ella, riendo a carcajadas.

Decidimos quedarnos en San Sebastián en el mismo hotel.

Tomamos dos cuartos, y nos dieron dos separados por una puerta. Comenzamos a hablar de cuarto a cuarto, riendo, y probamos a ver si la puerta que comunicaba una alcoba con otra se abría. La puerta se abrió. Al día siguiente Bebé y yo nos hablábamos de tú.

Volvimos al hotel de la costa. Hablamos mucho y decidimos casarnos. Era Bebé una mujer que se acomodaba a todo. Lo malo era que tenía el cerebro de un pájaro. Me decía que no le comprometiera.

—Pero, ¿por qué comprometerte? ¿No eres libre? Preséntame como un pretendiente.

El querer casarme con ella, para la mayoría, era una buena jugada que yo quería hacer.

Ella misma me preguntó qué fortuna tenía. Le dije la verdad. Como, a pesar de su inconsciencia, era un poco roñosa, vaciló.

Hombre de escasa fortuna y no muy práctico, no le debí parecer bueno para marido.

Al comenzar el otoño, me dijo que tenía que ir a sus posesiones.

—Yo iré también.

—No, no vengas.

—Te escribiré.

—No; no me escribas.

¿De quién podía tener miedo?

La institutriz inglesa me escribió poco después, que Bebé tenía un pretendiente, un conde, que era, al mismo tiempo, su administrador.

Fui a Madrid, ya decidido a ir a la finca de Bebé, cuando me telegrafió la inglesa que Bebé se casaba con el conde, su administrador.

Poco tiempo después vi a Luisa, la prima de Bebé.

Dijo que a esta la habían obligado a casarse con el conde. ¡Tenían las fincas tan próximas!

Después supe que el marido la tenía a Bebé en un puño.