V

LA LIMITACIÓN

YA huyo sistemáticamente de las mujeres; no quiero darme a mí mismo el espectáculo de un viejo rijoso y ridículo.

Nada de grandes proyectos, ni de grandes esperanzas; nada de lazos apretados. He llegado a lo que en mi juventud me parecía la más triste necesidad de la vida: la necesidad de la limitación. Me contento con tener un pequeño éxito de conversación en una reunión de señoras, con llevar a casa una chuchería antigua que me parezca bonita y comprar algunos libros.

Esta broma de la genealogía y de la heráldica me divierte mucho y me da algún dinero. Los dos gatos grises que suelen estar encima de mi mesa cuando trabajo son testigo de que, a veces, me río a carcajadas dibujando un árbol genealógico.

Leo bastantes libros de crítica, de historia y de filosofía, y bastantes novelas; libros de versos, pocos.

He intentado varias veces aprender el inglés; pero al último lo he dejado, y leo los libros ingleses traducidos al francés.

No he caído en ese lazo de creer que la época de mi juventud tenga más valor que la actual. Estoy convencido de que esta idea es una ilusión de la vejez, pero una ilusión vital. A nosotros los desarraigados, que no hemos podido o no hemos querido soldarnos con una época, nos pasa como a esos estudiantones que se quedan retrasados en las Universidades…

Estos estudiantes, cuando hablan con sus antiguos camaradas, ya establecidos y padres de familia, los encuentran viejos y rutinarios; en cambio, cuando hablan con los actuales condiscípulos, les parecen tontos y confiados. A su vez, los antiguos condiscípulos encuentran al estudiantón absurdo e infantil, y los nuevos lo tienen por grotesco.

Así es la vida; no hay posibilidad de visión binocular, pero siempre está bien el mirar por encima de todos los cerros que van apareciendo al paso.

Ahora es cuando mejor vivo.

La perversión de la sensualidad me ha ido llevando al puerto.

El aguilucho alimentado de pan empieza a tener plumas de paloma.

No tengo nada de animal violento y carnívoro; no como nunca carne.

En cambio, como frutas crudas desde que he leído la importancia que tienen las vitaminas. No siento con esto debilidad ninguna; al revés, creo que todavía como demasiado.

Tengo un amigo en el Archivo y otro amigo en la Biblioteca Nacional, en la sección de Raros. Muchos días voy por allí, y leo o tomo notas hasta las cuatro; luego paseo, recorro las librerías de viejo y las tiendas de antigüedades, y tomo un plato de verduras y una taza de leche.

Después me acuesto y leo.

Joshe Mari me dice que hago una vida de gato.

Es posible; me gusta, como a los gatos, los sillones cómodos, el fuego, el pescado y los halagos; me fastidia la calle, la solemnidad y la retórica.

A veces voy a casa de la Filo y la Puri, que van viento en popa con su taller y piensan retirarse dentro de ocho o diez años. La Filo, según parece, no ha encontrado el marido ideal y habla con desprecio del matrimonio.

—Cuando me retire, me voy a vivir contigo —me dice.

—Bueno; viviremos como dos viejecitos.

—No, no; yo no me resigno a ser vieja.

—Pues chica, yo no voy a matar a tu marido para sustituirle.

—¡Y pensar que si nos hubiéramos entendido en la juventud hubiéramos sido felices! —me decía ella el otro día.

—Es muy posible. A mí, tú me gustabas mucho.

—Y tú también a mí. Siempre he tenido confianza en ti como en un padre o en un hermano. Chico, ¡qué tristeza equivocarse así! ¿Y tú te has arreglado bien para vivir solo?

—Así, así.

—¡Parece mentira! ¿Y qué haces? ¿Trabajas?

—Sí, un poco.

—¿Y no te da tristeza estar solo?

—¿Qué se le va a hacer?

—¡Qué pena me da esto, Luis!; ¡qué pena!

El verano voy a Arnazábal y le visito a Joshe Mari en San Sebastián.

Joshe Mari celebra mucho que yo no beba vino, ni tome cosas excitantes, ni carne.

—No seas ridículo —me dice.

—Cada cual tiene su plan en la vida —le digo yo.

—No; tú no tienes ninguno —me contesta él.

Yo busco la ecuanimidad, cosa que para Joshe Mari es pecado. A veces parece que lloro por dentro y siento una profunda desolación; pero esto también, según Joshe Mari, es pecado.

Solemos discutir con frecuencia mi primo y yo.

—¿Pero al último eres feliz? —me dice él.

—No; pero hubiera sido menos feliz siguiendo otro camino. No me cambiaría por la mayoría de la gente que conozco.

No le digo que tampoco me cambiaría por él, que tiene que soportar a su mujer con su obesidad, su color hepático y su impertinencia.

—Has resuelto todos tus problemas y no estás contento —me ha dicho él.

—¿Y quién está contento? ¿Tú lo estás?

Me ha parecido que en mi réplica había una ligera dosis de ironía, y he añadido, para encubrirla:

—Todos hacemos lo que nos parece menos malo.