IV

EN CASA DEL MUERTO

TODOS los veranos iba, por agradecimiento, a casa de Ramón. El hombre era de la misma cuerda que Joshe Mari: de los que prometen estar verdes hasta los sesenta años. Una de estas veces, después de pasar una semana allí, fui a Arnazábal, y a los ocho o nueve días leí en el periódico la esquela de Ramón. Acababa de morir de repente.

Yo, como le debía favores y quizá me necesitaba la familia, fui a Bilbao.

Adela me recibió muy amablemente. No quise ir a su casa; pero ella me instó a que fuera.

Los hermanos de Adelita eran ya unos pollos. Pepita, la niña mayor, tenía unos quince años, y Ramoncito, doce.

Pepita era una muchacha en pleno esplendor; tenía unos ojos negros muy hermosos y era un poco coqueta.

Cuando la veía o se despedía de mí, me acercaba la mejilla para que la besara.

—Chica —la dije un día—, estás demasiado guapa. No se te puede besar con tranquilidad paternal.

—¿No?

—No.

—Pues bésame sin tranquilidad paternal.

Pepita era muy decidida, y se divertía coqueteando conmigo.

—Pobre tío Luis —me dijo una vez Ramoncito—; ya eres viejo. Pepita ha dicho que ya eres viejo.

—¿Eso ha dicho Pepita?

—Sí.

—Ya ves tú qué calumnia.

Fui a ver a Rosario, la prima de Adela, casada con un médico, que recordaba que me había conocido cuando estaban haciendo su ajuar de boda en casa de Adela. Tenía tres chicos.

—¿Desde entonces estos tres han venido al mundo? —le pregunté.

—Sí.

Me produjo cierta melancolía ver estos niños. Me daban la impresión de la continuidad de la vida y del acabamiento mío.

—Cuando ellos tengan veinte años, quizá todavía viva yo; cuando tengan mi edad, seguramente habré muerto. Ellos entonces, hombres formales, viejos, mirarán otros niños quizá con la misma melancolía que yo los miro; y así, ¿hasta cuándo?

Pasada la semana en casa de Adela, me volví a Arnazábal.