CONSEJOS
MI posición había mejorado y decidí tomar un cuarto más grande, en un sitio más céntrico. Alquilé un gabinete, una alcoba y un despacho-salón en la plaza de Oriente. De mis exploraciones y tratos con los anticuarios, me había agenciado alguno que otro mueble bonito y varios cuadros, si no de gran mérito, de los que pueden estar en la pared de una habitación sin molestar la vista.
Al lado del gabinete tenía el despacho, con hermosas vistas y dos balcones, y puse mi pequeña biblioteca con obras de la especialidad genealógica a que me dedicaba, y en la alcoba, los libros que me gustaba leer.
Para inaugurar mi nueva casa invité a la Filo, a la Puri, a mi amiga doña Asunción y a Joshe Mari.
Doña Asunción trató de convencerme de que me debía casar.
—Pero, ¿por qué no se casa usted, Luis? —me preguntó esta señora.
—Soy viejo ya. No estoy enamorado de ninguna mujer; ninguna mujer tiene afición por mí. Yo ya veo que la soledad es cosa triste; pero, ¿qué se va a hacer?
—Debía usted decidirse.
—Sí, decidirse es fácil; pero hay que tener un poco de juventud, de ilusiones, de medios también para vivir.
—Me han dicho que ha hecho usted una gran combinación con las Navieras.
—Lo único que he hecho es procurarme una pequeña renta. Para vivir una persona sin grandes aspiraciones, está bien; para dos no sería nada.
—Pero podría usted volver a trabajar en sus negocios.
—No; ya es difícil.
—¿Así que no piensa usted trabajar?
—Sí, trabajaré en otras cosas; pero no me interesa ser rico. Si usted fuera millonaria, doña Asunción, y tuviera usted un hermoso palacio, yo sería su archivero.
La Filo terció en la conversación.
Ella también creía que me debía casar.