DE HOMBRE DE NEGOCIOS
SEGUÍA mi vida rutinaria cuando el verano del comienzo de la gran guerra se presentó en mi casa don Bernabé, el anticuario de la Mota del Ebro. Me dijo que iba a poner una pequeña tienda de antigüedades en Madrid.
—¿Qué le parece a usted?
—No sé si será buen negocio o no. No conozco el asunto.
—Para mí puede ser un buen negocio, pero necesitaría un hombre de confianza.
—Comprendido.
—¿Usted no podría encargarse de este asunto?
—Yo, no.
—¿Pero tendría usted inconveniente en echar una ojeada, de cuando en cuando, para ver cómo marcha el negocio?
—No; en eso no tengo inconveniente.
Don Bernabé no encontró la tienda que quería, y alquiló un piso principal en la calle del León, cerca de la del Prado.
—Tiene usted que venir a la Mota conmigo —me dijo—. No tenga usted cuidado, le llevaré en el rápido; pararemos en un hotel de Logroño e iremos a la Mota y a otros pueblos en automóvil.
—¿Y para qué?
—Para que elijamos entre los dos las antigüedades que van a ir al piso que he alquilado en la calle del León.
Hicimos el viaje. Vi lo que el viejo tenía en la Mota y en la Puebla. Aquí guardaba sus mejores cosas don Bernabé. En un caserón próximo a la iglesia había puesto su almacén; en el bajo, tienda de comestibles y taberna, y en el primer piso, cuadros, arcas, muebles, la mayoría muy malos, algunos de valor. Al cuidado de estos cachivaches había una sobrina suya, viuda, con una hija morena, muy perfilada y muy bonita.
—Amigo don Bernabé —le dije—. Esto, aunque no sea antigüedad, es lo mejor de su casa.
El viejo se rio. Volvimos a Madrid, y, a los dos meses, se me presentó de nuevo don Bernabé.
Había puesto un dependiente en su piso de la calle del León, pero no se fiaba de él. Para las ventas no le importaba, porque tenía hecho un catálogo con los precios; pero para las compras, sí.
Él quería comprar en Madrid, porque estaba visto que era el sitio donde se podían adquirir las antigüedades a más bajo precio y vender en el pueblo a algunos clientes, que creían que compraban verdaderas gangas salidas directamente del filón y sin pasar por manos de intermediarios.
Como don Bernabé no tenía confianza en su dependiente, había pensado decirle a este que yo era socio de la casa, y que para todo objeto que un vendedor pidiera más de treinta o cuarenta duros, me llamaran a mí.
Don Bernabé pondría en el Crédito Lionés quince mil pesetas a mi nombre y un libro de cheques.
—Pero en el verano me marcharé —le dije yo.
—¡Ah!, claro.
Yo no veía que iba ganando con aquella combinación; pero acepté pensando que, al mismo tiempo que los objetos para don Bernabé, podría encontrar alguna ganga para mí.
Al principio de verano fui a Arnazábal. Mi tía Cecilia, a la muerte de la Joshepa, la criada vieja, decidió meterse monja. Yo cerré por el momento la casa.
Cuando se declaró la guerra estuve con Joshe Mari en Bilbao y visitamos a Ramón y a su mujer.
Ramón me dijo que el negocio de las Navieras era magnífico.
—¿Tú no tienes dinero? —me preguntó después.
—Yo, no. Es decir, no sé si me corresponderán algunas tierras en Arnazábal.
—Yo lo vendería ahora todo —aseguró Ramón— para comprar Navieras.
Me acordé del dinero de don Bernabé. ¿Por qué no negociar con aquellas quince mil pesetas? Era un robo, claro es, pero para el que no podía tener sanción la ley.
Le hablé a mi primo y le dije que tenía tres mil duros en Madrid.
—Si tú pones esos tres mil duros, yo te fío otros tres mil.
—Pues ya están.
—Desde mañana tienes Navieras.
Fui a Madrid, saqué el dinero y volví a Bilbao con él. Al llegar septiembre tuve la veleidad de no regresar a Madrid, pero comprendí que don Bernabé sospecharía. Hice fuerzas de flaqueza y escribí una carta a Joshe Mari pidiéndole tres mil pesetas. Me las envió. Las Navieras subían como la espuma.
Le compré a don Bernabé unos cuantos bargueños y chucherías y le escribí una carta diciéndole que estaba en tratos para comprar un Greco que se vendía en Talavera por diez mil pesetas, y que si le parecía iría yo a verlo, sacando el dinero del Crédito Lionés. Me dijo que fuera inmediatamente.
Fui a Talavera y le escribí desde allí al viejo diciéndole que era necesario llevar el negocio con calma, porque el vendedor se mostraba muy escamón.
Después tuve la táctica de rehusar una porción de antigüedades que llevaban a casa de don Bernabé. De cuando en cuando compraba alguna cosilla. Decía unas veces que pedían mucho; otras, que lo que traían no valía nada. Así pude resistir siete u ocho meses.
El dependiente, que veía con antipatía mi tutela, escribió, sin duda, a don Bernabé, y este me pidió explicaciones. Ya perdida la vergüenza le escribí a Ramón diciéndole que me habían salido mal las cosas y que me mandara diez mil pesetas a cuenta de lo que tuviera allí. Mi déficit con don Bernabé eran diez mil ochocientas pesetas.
A los tres días Ramón me envió las diez mil pesetas.
Una semana más tarde se me presentó don Bernabé con uno del pueblo.
El hombre venía intranquilo, temiendo que yo hubiese gastado todo su dinero. Le pregunté a ver si creía que yo iba a estar trabajando por él sin ganar nada, andando de la Ceca a la Meca y contestando a sus cartas. Le dije que no había comprado las antigüedades que me habían ofrecido porque me parecían caras y malas.
—Yo, si quisiera —añadí—, me podría quedar con este dinero, pero ya sé que no es mío; por otra parte, usted ha querido que yo trabajara gratis, cosa que no es natural ni lógica. Yo me voy a asignar un sueldo de treinta duros al mes, que no es mucho, y el resto se lo entregaré. ¿No encuentra usted eso justo? —le pregunté al señor que acompañaba a don Bernabé.
—Muy justo.
—¡Pero si no ha hecho usted nada! —murmuró don Bernabé dolorido.
—¿Acepta usted o no?
—Sí, ¿qué voy a hacer?
Le di nueve mil cuatrocientas cincuenta pesetas y le dije que no quería más negocios con él. Don Bernabé se marchó enfurruñado, cavilando qué habría hecho yo con su dinero. El señor que le acompañaba quedó muy amigo mío.
Unos días después volvió a presentarse don Bernabé en mi casa y me dijo:
—Bueno, don Luis, dígame usted, ¿qué hizo usted con mi dinero?
Le contesté que no había hecho más que prestarle a un amigo mío cinco mil pesetas.
—¿Y se las ha devuelto?
—No; todavía, no.
Don Bernabé sonrió; el pensar que yo podía perder este dinero le hacía mucha gracia. Si le llego a decir la verdad hubiera sido capaz de morderme.
Don Bernabé me ofreció veinte duros al mes por un trabajo fácil, por ir todas las semanas tres veces, por la tarde, a ver el género que hubiese para comprar en su casa y dar mi opinión. Acepté.
Dos años después de la compra de las Navieras tenía yo una fortuna modesta, bastante para vivir.