REPOSO EN EL PUERTO
CUANDO he apretado las clavijas de mi guitarra, ha salido de ella un sonido agrio y violento; ahora ya me decido a aflojarlas y a no hacer más que un acompañamiento monótono y un run-run vulgar de plazuela.
A veces, en medio de mis trabajos se me ocurre pensar en mi vida y en la de los demás; por ejemplo, en la de Joshe Mari, y obtengo una conclusión: que la tradición no es algo que incline al bien, como se quiere decir; pero sí algo vital, algo que da energía a la vida, porque impide que la inteligencia arruine la personalidad, empeñándose en resolver problemas irresolubles.
Yo no he tenido esos frenos de la religión y de la moral, y, sin embargo, no creo haber cometido una mala acción grande; y de las pequeñas, veo que los hombres de principios las hacen como los que no los tienen. Si hubiera tenido religión, no creo que hubiera sido mejor; conozco muchas personas religiosas peores que yo.
Al menos, no ha hecho uno en la vida ni indignidades, ni bajezas; quizá alguna pequeña canallada, pero nada más. Poca gente está contenta con su vida; yo tampoco lo estoy; pero no me remuerde la conciencia violentamente.
Creo que si yo fuera religioso, pensaría que he pecado mucho.
Mi pecado principal sería el orgullo y el rencor. El buscar la tranquilidad, la paz, el equilibrio del espíritu son de los más graves pecados para un católico, y el buscar eso por rebeldía contra la autoridad, por rencor contra las obligaciones sociales, agrava el pecado.
Naturalmente, yo no he ido al ascetismo por afición, sino por no ceder a las imposiciones del medio ambiente.
A pesar de mi ascetismo, todavía me han reprochado el ser presumido.
Hace unos meses, en Villazar, iba por el paseo acompañando a unas señoras, y un militar que estaba en un grupo con otros, dijo refiriéndose a mí:
—Me fastidian a mí los hombres de más de cuarenta años que todavía presumen.
Yo me quedé un poco extrañado.
¿Cómo tendrá que ser el prójimo para el español para que no lo encuentre presumido?