XV

A MADRID POR ROMA

UN día recibí una carta de Joshe Mari. Me decía que estaba con su mujer en Roma, y que me esperaba allí.

Me pareció una buena idea el reunirme con él. Joshe Mari era para mí uno de estos hombres que arrastran; me parecía conveniente acercarme a él, como quien toma un baño frío o corrientes eléctricas. Me decidí, hice mi maleta y me marché a Roma.

Fui a parar a un hotel elegante. Pensaba estar pocos días, y una diferencia de unas pesetas no me representaba nada. No me hospedé en el hotel de Joshe Mari, de miedo a que quisiera manejarme demasiado.

Joshe Mari me reprochó el no haber ido a su fonda.

—Me he metido en el primer coche que encontré en la estación —le dije—, y ya no vale la pena de cambiar, porque pienso estar pocos días.

Paseé con Joshe Mari por Roma y le convidé a comer en mi hotel.

—Hay allí unas señoras que están muy bien. ¿Quieres que le convide a tu mujer?

—No, no; ¿para qué?

Me alegré, porque yo no podía soportar a la mujer de Joshe Mari. Me parecía la quinta esencia de lo poco distinguido, con su cara amarillenta, sus ojos grandes ictéricos, su expresión estúpida y grave y su manera de hablar desdeñosa y recortada.

Joshe Mari quedó encantado con el aspecto del hotel en donde yo paraba.

—¡Qué olfato tienes! —me dijo—. Vas siempre allí donde hay algo bueno. ¡Yo que me he pasado un mes en un hotel, donde no hay más que canónigos!

—Pues casi yo me hubiera alegrado ir a parar ahí, porque aquí a veces me entra un miedo que me paraliza. En un salón que está al lado del comedor, la gente se pone en círculo y hay que pasar por en medio. Hay días que con la idea de cruzar ante la mirada de estas damas me entra una timidez que me hace reír. Bueno, puesto que no me atrevo a moverme —me suelo decir— me quedaré quieto aquí hasta mañana.

Joshe Mari se hubiera trasladado a mi hotel; pero ir con el ballenato triste de su mujer le parecía poco agradable.

A pesar de mi timidez, hice amistades en el hotel con una señorita de Turín, muy poética, muy sentimental. Una señora de Venecia, que comía a mi lado, dijo que aquella señorita estaba un poco enferma porque no se casaba.

Al oírlo, una dama francesa, ya de cierta edad, puso un comentario gracioso.

—Estas cosas se piensan también en Francia —dijo con su acento parisiense muy perfilado—, pero no se dicen.

A los quince días dejamos Roma Joshe Mari y yo.

Joshe Mari decidió volver a España embarcado.

Fuimos en barco hasta Barcelona; pero el viaje no tuvo nada de bonito, porque no hizo más que llover. De Barcelona marchamos a Zaragoza, en donde quería detenerse la mujer de Joshe Mari para visitar la Virgen del Pilar. Nos instalamos en un hotel. Por la noche me dijo Joshe Mari:

—¿Tú quieres que te llamen mañana temprano?

—¿Para qué?

—Para ver la Virgen del Pilar.

—No, no. El fetichismo no es mi fuerte.

—¡Ah!, ¿no vas a ir?

—Claro que no. ¿Para qué?

Me levanté temprano, visité alguna que otra tienda de antigüedades, donde no encontré nada; comí y estuve en mi cuarto fumando.

Después de cenar, Joshe Mari se empeñó en que debíamos ir al café.

—Bueno. Vamos.

Joshe Mari me estuvo hablando, en palabras muy poéticas, de su emoción al entrar en la iglesia del Pilar. Después de especificarme sus impresiones místicas me dijo:

—Vamos por ahí a pasar un rato.

Dejamos el centro de la ciudad y nos metimos por entre callejones.

Joshe Mari dirigía. Anduvimos media hora; pero, al parecer, no encontrábamos nuestra ruta.

—¿Pero qué diablo destruyeron los franceses en el sitio? —preguntaba indignado Joshe Mari con tanta callejuela.

—¿Adónde quieres ir? —le dije yo.

—Hay por aquí un teatrillo donde he estado otras veces y podríamos pasar un rato —contestó él.

Se le preguntó a un sereno y se dio con el teatro. El teatrillo era un café-concierto, y en aquel momento terminaba la función.

Entramos y fuimos a un restaurante próximo a la sala donde tocaba un quinteto de músicos vestidos con frac rojo. Tenía el aire clásico del music-hall, y uno de los violinistas a estilo zíngaro se paseaba mientras tocaba el violín. Bailaban dos o tres parejas de mujeres.

Joshe Mari, piloto experto en estas aguas, se puso a hablar confidencialmente con una florista, la cual, al poco rato, vino con dos muchachas muy vistosas y un poco pintadas. Joshe Mari las invitó a cenar y las chicas pidieron langosta, carne, riñones, vinos fuertes, toda una batería mortal para un artrítico.

Para comenzar trajeron una botella de manzanilla.

Joshe Mari sacó a bailar a una de las chicas; yo me quedé en la mesa con la otra, que me miraba estúpidamente, y comía aceitunas y bebía manzanilla.

—¿No bebe usted? —me dijo.

—No.

Nos quedamos sin hablar un momento, hasta que Joshe Mari volvió a la mesa con su pareja y llenó las copas con manzanilla.

—Ahora vengo yo en seguida —le dije a Joshe Mari.

—Bueno.

Salí del salón, bajé las escaleras, cogí la calle, y, preguntando a unos serenos, llegué al hotel y me acosté.

Al día siguiente me hizo gracia la indignación de Joshe Mari, que le contó a su mujer que había andado buscándome casi toda la noche por el pueblo.

Luego me dijo:

—Eres un cochino.

—¿Pues?

—Has quedado muy mal con aquellas chicas.

—¡Bah!, qué importa.

—¿Así que tú te consideras ya como retirado?

—Naturalmente.

—Y no piensas ya comer carne ni langosta, ni beber vino, ni nada.

—¡Ah! Claro. ¿Para qué?

—Pues vas a estar hecho una ostra toda la vida.

Joshe Mari me habló repetidas veces de mi retirada del café-concierto de Zaragoza, como si fuera una extravagancia mía.