DESPEDIDA DE ALFREDITO
UNA tarde que fui a casa de Ana, me dijo la criada que la señora no estaba y que volvería a las seis. Fui a dar un paseo al Bosque de Bolonia, y, al regresar, como era temprano aún, me senté en un café de la Avenida a hacer tiempo. Contemplaba el ir y venir de automóviles y de gente, cuando se paró un coche abierto delante, y bajó Alfredito y se sentó en una mesa a mi lado.
Me saludó con el sombrero, yo le saludé también, y quedamos uno al lado del otro sin hablarnos. En esto, noté que estaba llorando.
—¿Qué le pasa a usted? —le dije.
Se sentó a mi mesa y se explicó confusamente.
Le habían insultado en un periódico de Madrid, un periodista, un hombre a quien él repetidas veces dio dinero y que pasaba por su amigo.
—No haga usted caso —le dije yo.
—Sí, pero me horroriza el pensar que esto llegue a oídos de mi familia… Tengo una hermana… —murmuró sollozando—. La gente es de tan mala intención, que siempre habrá alguno que se encargue de decirlo en mi casa.
—Prepare usted una coartada. ¿Le ha llamado por su apellido este periodista?
—No creo; no he podido leer bien el artículo, de la ira que me ha dado. Aquí está —y sacó del bolsillo una hoja arrugada.
—¿Quiere usted que lo lea?
—Sí.
Leí el artículo; estaba escrito sin gracia, pero con mala intención. Hablaba de los vicios de París, de una sociedad, El Escarabajo, que había escandalizado hacía años al buen burgués; de los discípulos de la escuela de Oscar Wilde y de Peladan, y de un joven Escamillo que, en el momento, tenía gran éxito entre los icoglans parisienses. El artículo acababa con un verso de un soneto de Laurent Tailhade, titulado Troisième Sexe.
—¿Qué? Dice horrores.
—No. Pero de todas maneras usted lo que debe hacer es escribir a su casa que va usted a cambiar de seudónimo, porque hay envidiosos aventureros que lo están usando.
—Sí, es verdad; sí. ¿Usted sería capaz de hacerme un borrador? Yo no podría.
—Sí, hombre.
Saqué el lápiz y un papel e hice unas líneas que pasé al muchacho; Alfredito pidió papel y pluma y escribió una carta con una letra vacilante y unas líneas que tan pronto subían como bajaban.
—Muchas gracias, don Luis, muchas gracias —me dijo después con una humildad de perro.
—Eso no es nada.
—Si yo supiera hacer algo —exclamó el muchacho de pronto—, me marcharía de aquí…; pero no sé hacer nada, nada.
—¿Pero no es usted dibujante?
—Sí, pero no sé el oficio. He tenido afición… ¡Qué horrible vida!
—¿Es dura la vida para usted? —le pregunté.
—Muy dura —respondió Alfredito con la voz impregnada de lágrimas—. No puedo acabar con la herencia de honradez de mis padres. Mi madre…, una mujer de una aldea, hija de un militar carlista; mi padre, un marino. Si viviera y supiera cómo ando me mataría…
—Hay que olvidar. Rompa usted ese artículo, que eso no vale nada. ¡Qué importa lo que digan de uno! La cuestión es la conciencia.
—Eso lo puede usted decir; yo, no. Yo no puedo olvidar. Soy un hombre… un hombre, o lo que sea, que el mejor día se suicidará. Lo que me retiene es la familia y la religión…; pero así y todo…, si yo pudiera olvidar, y hago lo posible.
En esto apareció a la puerta del café el Vautrin de este pequeño Rubempré. Alfredito se estremeció.
—Estoy decaído —dijo—, voy a tomar morfina.
—¿Toma usted morfina?
—Morfina y cocaína, y cualquier cosa. Adiós, don Luis; usted se compadece, usted no se ríe de mí.
—No, no. ¿Por qué…? Por el contrario…, si le puedo servir de algo para volver a la vida normal, lo haré con gusto.
—Adiós, muchas gracias. ¡Adiós!
Alfredito me saludó inclinándose y sin darme la mano, y se fue a reunirse con su Vautrin.
Desde aquel día ya no le volví a encontrar más al pequeño Rubempré.