XI

FRIALDAD

LOS días siguientes, cuando fui a casa de Ana, me dijo varias veces:

—Tiene usted que traer a casa al joven español.

—¿Al de Bullier?

—Sí. ¡Qué mirada tiene! Unos ojos alucinados…

—Es que toma morfina y cocaína…

—Tráigalo usted. Marta quiere volverle a ver y yo, la verdad, también.

—Cuando le vea se lo diré.

Unos días después, Ana, con una sonrisa satírica, me dijo:

—Veo que no nos quiere usted traer aquí al joven español que vimos en Bullier. ¿Tiene usted celos?

—No. Es que no le veo.

—¡Bah! Me dijo usted que casi todos los días iba a un café. ¿Es que no es una persona presentable en una casa?

—Eso dicen.

—¿Qué le achacan?

—El caso es que es difícil explicarlo.

—¿Es que es un invertido?

—Es lo que corre por ahí.

Ana debió decírselo a Marta, y esta tomó la cosa a broma. A veces me miraba y se reía.

Gabriela, la hermana de Marta, hablaba mucho conmigo.

—Mi hermana tiene debilidad por usted, señor Murguía. Encuentra que los españoles son muy amables, muy distinguidos —me dijo con amable ironía Marta.

—¿Se va usted a reír también de que tengamos Gabriela y yo una buena amistad? —le dije yo.

—No. ¿Por qué me voy a reír? Estoy dispuesta hasta a ser la cuñada de usted. Ya ve usted que no hay hostilidad por mi parte.

—Pues, ya ve usted, yo no estoy dispuesto a eso. Aunque ella aceptara, yo no dejaría casarse a una muchacha de catorce años, como la pequeña Gabriela, con un señor de cuarenta años, como yo.

—El señor Murguía no puede hacer esas cosas. Es un hidalgo español —exclamó Ana con ironía.

—El señor Murguía —contesté yo— podría hacer un disparate así cegado por el entusiasmo, pero conscientemente, no.

—Yo creo que esta abnegación de usted, más que abnegación, es debilidad y miedo —dijo Ana.

—Es posible —repliqué yo ofendido.

—El señor Murguía tiene mucha cabeza, pero poco corazón —repuso María.

—¿Y usted tiene mucho corazón?

—Más que usted.

—¿Ya se ha auscultado usted bien? ¿Ya ha comprobado usted que ese órgano existe?

—Sí, señor, lo he comprobado.

—¿No se habrá usted confundido con alguna otra cosa?

—No, señor, no me he confundido con nada.

—El señor Murguía le tiene a Marta por una mujer coqueta y fría —dijo Ana— y no es verdad.

—Yo no la conozco bien a la señorita de Pressigny. Me parece una mujer muy inteligente…

Marta hizo una reverencia burlona.

—Muy seductora.

Marta hizo otra reverencia.

—Pero, por el conocimiento superficial que puedo tener de ella, me parece que debe ser un tanto voluble.

—Afortunadamente, no todos piensan como usted —me dijo Marta.

No comprendía bien por qué les molestaba a las dos amigas el que acusara a Marta de volubilidad.

En toda la tarde no pudimos volver a encontrar un momento en que la conversación fuera cordial. Marta habló de un amigo de su casa, dramaturgo, que empezaba a estar de moda y por quien ella estaba muy interesada. Yo la oía distraído, pensando en cosas pasadas.

—¿Qué le ocurre a usted? —me preguntó, de pronto, Ana.

—¿No ha tenido usted alguna vez la sensación de haber perdido una partida? Pues esa la tengo yo.

—¡Qué penetración más mal empleada la de usted! —me dijo Ana con amargura.

Esto me hizo serenarme; me levanté, hablé un rato, me despedí y me marché.