LA TRAGEDIA DE ALFREDITO
—¿QUIÉN es este chico? —pregunté yo a Valgañón.
—Pues es uno de nuestros más distinguidos pederastas.
—¿A eso no ha llegado usted todavía? —le dije yo.
—No; todavía, no; pero quizá llegue.
—¿Y es español ese chico?
—Sí.
—¿Y cómo se llama?
—Nosotros le llamamos Alfredito. Algunos le dicen Escamillo, porque hizo unas tarjetas postales de corridas de toros, firmando con ese nombre del personaje de Carmen.
—¿Y de qué parte de España es ese Alfredito?
—No sé. Ya sé que ha vivido en Bilbao, en Barcelona y en Madrid; no sé de dónde es, ni tampoco su apellido; unas veces se hace llamar Mendoza, otras Guzmán…, pero todo esto es fantasía; lo que sí parece cierto es que ha vivido con unas tías suyas modistas.
—¿En Bilbao?
—Sí, creo que en Bilbao.
Esto del chico, dibujante de tarjetas postales, el nombre de Escamillo, las tías modistas en Bilbao, me recordaba unas costureras que trabajaban en casa de Ramón Larrea. Cuando Adela me habló de estas costureras y de un sobrino dibujante que vivía en París, me figuré que aquel dibujante sería un señor serio, un dibujante industrial de periódicos de modas. No sabía si aquel muchachito esbelto, con aire de niño, sería el mismo de que me habló Adela; luego sí lo pude identificar.
Una tragedia terrible la de este pobre Alfredito.
Se había quedado huérfano de padre y madre, con un hermano y una hermana más pequeños que él. Unas tías suyas, costureras, le habían criado y educado con un gran cariño, trabajando siempre, pensando en su porvenir. Como los ingresos de las costureras eran escasos para dar al chico mayor una carrera, le metieron en la Escuela de Comercio de Bilbao, y luego le colocaron en un escritorio. Alfredito no tenía afición al comercio, y siempre que podía estaba haciendo caricaturas, dibujando, y hasta intentó pintar. Las tías creían que su sobrino era una maravilla, y al primero que las dijo que Alfredito prometía como artista le creyeron como a un oráculo. El muchacho salió del escritorio y se puso a aprender a pintar; desde el principio comenzó a hacer manchitas de color con cierto gusto. Al poco tiempo se quejaba de que allí no había ambiente artístico ni modelos. Un amigo de las modistas dijo que Alfredito tenía que ir a Madrid a ver el Museo y a visitar los estudios. Las tías creyeron en el gran porvenir de su sobrino y lo enviaron a Madrid. Alfredito se hizo amigo de los literatos y pintores principiantes; dibujó en alguno que otro periódico ilustrado, expuso dos o tres cuadritos, pero no sacó, ni mucho menos, para vivir.
Como todo el que no puede hacer algo inventa una justificación, Alfredito creyó, como en un dogma, que en el arte había pueblos adelantados y pueblos retrasados, y que el arte modernista no podía triunfar en Madrid como pueblo de gusto retrasado, pero sí en París. Con esta idea el muchacho se marchó a París.
El hambre, la debilidad de carácter suya, quizá un instinto de aberración patológica, le empujó hacia un grupo de invertidos, en el que había hombres ricos y de gran posición. Entró en esta masonería de los degenerados y se le vio en seguida bien vestido y con dinero. Se decía que Alfredito estaba sostenido por un negociante rico de la Bolsa.
Mientras tanto sus tías creían que su sobrino triunfaba en París por su arte, y que con el tiempo sería el sostén de la familia. Alfredito no era un cínico, escondía cuidadosamente su apellido, pues todo el mundo sabía que su Mendoza y su Guzmán eran nombres de guerra.
A mí me daba pena verle. Los demás españoles le miraban de una manera irónica, y sólo algunos bohemios hambrientos se acercaban a pedirle dinero, aunque luego más tarde le quitaran la piel.
A mí me solía tratar con un respeto exagerado. Sabía que yo había vivido en Bilbao y quizá sospechaba que conocía a su familia.
—¿No le molestará a usted que me siente aquí, don Luis? —me preguntaba en el café.
—No, no. ¿Por qué?
Era el de Alfredito el caso de Lucien de Rubempré, el personaje de Balzac, pero de un Rubempré más débil y con menos talento. ¿Quién podía ser el Vautrin de este pequeño Rubempré? Un día lo vi: era un tipo innoble, bajo, grueso, rojo, con los ojos pequeños, la nariz larga y caída y los labios abultados.
Al cabo de algún tiempo apareció en el café un hermano más joven de Alfredito. ¡Qué situación la de este muchacho! Cosa triste y denigrante es vivir de chulo de una buscona; pero aún lo es más ser el protegido de un invertido, y que este invertido sea el hermano de uno.
El hermano solía vestirse con los trajes viejos de Alfredito y se presentaba así en el café. Yo no sé si entendía las alusiones de los demás acerca de la vida de su hermano; pero las entendiese o no, quedaba indiferente.