GENIOS DE CAFÉ
ANALIZANDO mi entusiasmo por la rusa, encontraba que no era grande, que notaba sus defectos y las incompatibilidades de nuestro carácter.
Sin embargo, la preocupación por ella me desmoralizaba; no podía quedarme en casa trabajando, su recuerdo me obsesionaba. ¿Qué hará ahora? ¿Con quién estará hablando? —pensaba—. Empezaba a sentirme celoso. Necesitaba marchar a los cafés, matar el tiempo de alguna manera, pues mientras no estaba en su casa las horas me parecían muy largas.
Mientras el doctor Oiz marchaba al hospital yo iba a buscar a Valgañón, el bibliófilo.
Le acompañé y me llevó a los dos o tres grupos de españoles del Barrio Latino, que no eran muy numerosos.
De unos cafés fui a otros, hasta que recalé en uno de la Avenida del Observatorio, en donde había una tertulia de pintores españoles y otras varias de gente de todas partes. El doctor Oiz tomó también la costumbre de ir de noche a aquel café.
Solíamos estar charlando allí hasta la hora en que se cerraba el establecimiento. Muchas veces, de vuelta hacia la calle de Pierre Nicole, el doctor Oiz sacaba del bolsillo interior de la americana una flauta de pico, de hoja de lata, que los vascos llaman chirol, y se ponía a tocar pasacalles. Aquellas notas agudas y burlonas, en medio de la noche, me producían una gran alegría.
El doctor Oiz amenizaba los alrededores desiertos de la Avenida del Observatorio y del bulevar Port Royal con toda clase de aires vascos, desde la Marcha de San Ignacio hasta el Iriyarena.
Entre los españoles del café conocí a Ignacio Lizardi, que tenía algunos conocimientos de heráldica y de blasón.
Lizardi y el doctor Oiz se dedicaban a hablar de música, pues los dos eran melómanos y wagneristas.
Lizardi era un pequeño Leonardo de Vinci, hombre que había ensayado muchas cosas en las ciencias y en las artes y que había llegado a ser culto. Entonces vivía pintando antepasados fantásticos a americanos ricos con traje de oidores, inquisidores o capitanes generales, y les ponía escudos e inscripciones y les daba a los lienzos o a las tablas un pátina y unas resquebrajaduras que las dejaban con aspecto de cosa viejísima.
Lizardi había tenido una época de afrancesamiento, según decía, pero por entonces reaccionaba hacia lo español.
Cuando se vive algún tiempo en el extranjero y se comienza a hablar el idioma del país, llega un momento en que se empieza a creer que los hombres de la tierra, donde uno vive, no se diferencian nada de uno; porque, naturalmente, tienen las mismas pasiones, virtudes y vicios; pero luego, cuando se ha pasado esa barrera del lenguaje, se nota que hay otras barreras de matiz apenas perceptibles al principio, pero que cada día se van haciendo mayores, más fuertes, más infranqueables.
Entonces se comprende, aunque no se sea patriota declarado, que tiene uno una patria que le sigue como la sombra y que la lleva uno en los instintos.
Lizardi estaba en este momento replegándose sobre sí mismo y sintiéndose español.
El pintor conocía a los rusos, polacos, judíos, alemanes e italianos que iban a aquel café de la Avenida del Observatorio. Eran casi todos ellos cubistas, futuristas, ubicuistas, apóstoles que iban a transformar la pintura y el mundo a fuerza de color y de aceite de linaza. Todos estos artistas misteriosos pintaban cuadros que no se sabía cómo ni por dónde mirar; en algunas de estas obras maestras se veía pegado un trozo de periódico, de cajetilla o una etiqueta de una farmacia.
Algunos catalanes eran de los más exaltados del grupo. Naturalmente, yo no comprendía la belleza de todo esto, por lo cual entraba de lleno dentro del numeroso grupo de los bomberos, filisteos, etc., etc.
Al mismo tiempo, los poetas del café eran unanimistas, ultraístas, decadentistas. Todo ello terminaba en el mundo de los fenómenos en que la mayoría de las mujeres que iban a aquel café eran feas y con el pelo cortado, y los hombres sucios y melenudos.
Dos o tres catalanes muy dogmáticos afirmaban que el cubismo no tenía nada de absurdo. Lo mismo, según ellos, se había dicho años antes del arte de los impresionistas; tesis que me parecía un poco estúpida, porque la pintura de los impresionistas era como todas las pinturas, y la de los cubistas una tonta extravagancia. Uno de los catalanes me dijo, con una exquisita finura, que, siendo yo español, no podía entender el arte moderno. Para ellos el arte antiguo era amaneramiento.
¿Por qué se había de poner en una figura la nariz entre los dos ojos y la boca debajo de la nariz? ¿Por qué había de estar la cabeza encima del tronco y no debajo? Todo esto no eran más que amaneramientos y rutinas, adquiridos contemplando cuadros en los museos y figurines en los periódicos de modas. Desde el momento que nos acostumbráramos a otra cosa, veríamos que nada era más lógico que pintar un retrato a pedazos: aquí la boca, en otro extremo la nariz, cerca de la nariz un dedo del pie, etcétera, etc. Como Lizardi tenía mucho de mixtificador, estas cosas en el fondo le gustaban. El hombre había comprendido que ser un buen pintor corriente era obra larga, pesada, para lo que se necesitaban condiciones naturales y, además, comodidades, reposo, dinero, cosas con las que él no contaba, pues estaba casi siempre espoleado por la necesidad de vivir.
Lizardi era muy supersticioso. La mala suerte, la guigne, como decía él, le perseguía. Probablemente, había comenzado a tomar en broma la guigne, y había acabado por ser la preocupación de su vida.
De pronto, se le veía en el café levantarse con la cara muy triste y decir:
—Me voy.
—¿Pues qué ocurre?
—Que aquella mujer que nos mira da una guigne horrorosa.
Otro de los contertulios a este café era un tipo que pasaba por mexicano, pero que era alemán. Se llamaba Aníbal Muller, y de tercero o cuarto apellido, Obregón, y todos le conocían por Obregón. Corría el rumor de que se dedicaba al espionaje al servicio de Alemania.
Tenía la sequedad del militar alemán, unida a la manera de hablar perezosa de los criollos.
Con Lizardi se reunían también algunos catalanes y vascos que jugaban al ajedrez, un pintor y guitarrista gitano y Valgañón, que ponía cátedra de cinismo.
Para él no había valla ninguna; todas las aberraciones heterosexuales u homosexuales le parecían una broma.
Un día uno de los pintores catalanes nos dijo:
—¿Quieren ustedes venir al estudio de Lazarus?
Lazarus era de los más ilustres representantes de la tropa cubista, ubicuísta, etc.
—¿A qué? —pregunté yo.
—Van a bailar unas chicas desnudas.
—Yo no voy —advertí.
Obregón, el medio alemán, medio mexicano, dijo al pintor:
—No haga usted esas proposiciones a Murguía. Murguía es un hombre económico y correcto. ¡A ver bailar unas chicas desnudas!, piensa, no, no; hay peligro de excitación, después peligro de marcharse con la una o con la otra. Cena…, hotel…, veinte francos…, treinta francos…, ¿quién sabe?, quizá más. No, no, él es un sabio; va a comprar por dos francos un ramo de flores e irá a ver a su dama; veinticinco céntimos de tranvía ida y veinticinco vuelta; total, dos cincuenta. Le convidarán a merendar, le convidarán a cenar, oirá música y pasará por hombre galante. Eso se llama saber vivir.
—De eso no se puede usted quejar —le repliqué yo.
—Hombre, yo no estoy a su altura.
—A mí me parece que sí. Yo, al menos por ahora, no he sacado nada del espionaje.
Obregón me miró con unos ojos como si me quisiera matar.
Luego se echó a reír, haciendo como que lo tomaba a broma.