VI

ME BUSCA

LOS cinco mil francos, para mí una pequeña fortuna, ganados con don Bernabé, me habían dado hábitos un poco dispendiosos. Solía ir a comer a restaurantes buenos y frecuentaba los cafés con mi compañero de hotel, el doctor Oiz.

El doctor Oiz era vascongado y estaba estudiando una especialidad. No tenía gran entusiasmo por París; sentía cierta antipatía, un tanto arbitraria, por la vida francesa.

El doctor y yo nos entendíamos bien; nos citábamos muchas veces delante del Instituto, para luego ir a comer juntos. Llegaba él al lugar de la cita, envuelto en el impermeable y leyendo un periódico español. No le hacía gracia comer en los Duval, porque les encontraba aire de sanatorio y le parecían muy viejas las camareras. Además, le gustaban las comidas variadas, caprichosas y pintorescas. Yo, no; comía siempre lo mismo, un poco de pescado o huevos, dulce y verduras.

Después de comer, el doctor Oiz y yo íbamos al café, charlábamos, y él se marchaba al hospital y yo a casa. Antes de cenar volvíamos a encontrarnos.

Un día Ana me preguntó qué vida hacía yo. Le dije dónde comía y a qué cafés iba. Al día siguiente pasó ella por el bulevar Saint-Michel, por delante del café que yo le había indicado. Me levanté, la seguí un rato y me acerqué a saludarla.

Vestía Ana aquel día un traje gris perla y una capa de seda de color malva. El sombrero era también entre gris y morado. En el pecho llevaba un ramito de heliotropo. Estaba la rusa verdaderamente encantadora: tenía un aire otoñal; parecía una figura que no tuviese líneas, sino sólo color, y un color tenue.

—Perdone usted un cumplimiento banal —le dije—; pero está usted hoy deliciosa.

—¿Le gusta a usted mi traje? —me preguntó ella.

—Es muy bonito; pero me gusta principalmente usted —le contesté.

—Tengo una modista de mucho gusto y que me hace lo que le digo —advirtió ella—. ¿Así que estoy bien?

—Maravillosamente bien. Me recuerda usted algo de Chopin o de Schumann, de lo que usted toca en el piano.

Ella sonrió, satisfecha. Verdaderamente estaba encantadora, con su aire un poco audaz, la nariz corta, los rizos rubios y la manera de andar decidida, que acentuaba el movimiento de la capa.

—¿Puedo acompañarla a usted? —la dije.

—Sí, sí.

—¿No va usted a alguna visita?

—No; voy de paseo.

—¿No se avergonzará usted de ir en compañía de un señor viejo y un tanto raído?

—No me avergüenzo de mis amigos.

—Voy a parecer un limaco al lado de una rosa.

—Hoy está usted muy galante; más galante que de costumbre.

—Usted también está más bonita que de costumbre.

Ana se rio.

Había tenido la veleidad de buscarme a mí, no me cabía duda. Bajamos juntos hacia el río y seguimos por el bulevar Sebastopol. Me habló de que quizá pronto tendría que dejar París; su marido le escribía con frecuencia, diciéndole que se reuniera con él.

—Lo comprendo —dije yo.

—¿Por qué?

—No le puede gustar que esté usted aquí separada de él.

—¿A usted no le gustaría eso, si fuera mi marido?

—Claro que no. Si yo fuera su marido, pretendería que estuviese usted cerca de mí el mayor tiempo posible.

—¿Sería usted celoso?

—Creo que sí; la verdad.

—¡Ah!, claro. Es usted español.

—Español, y enamorado de usted.

—¡Bah!

Charlamos largo tiempo, marchando por en medio del gentío de los bulevares. Al hacerse de noche, Ana me dijo que iba a tomar un automóvil para ir a casa. Me habló luego con volubilidad de los peligros de París.

—¿No sabe usted lo que me pasó el otro día? —me dijo—. Tomé un coche, y el cochero me quiso engañar y me llevó al Bosque de Bolonia. Iba internándose en el Bosque, cuando yo saqué mi revólver y me impuse.

—¿Iba usted con ese traje?

—Sí; ¿por qué?

—Porque yo, siendo cochero, hubiera hecho lo mismo.

Ella se echó a reír.

—¿Quiere usted que le acompañe en el auto? —le pregunté luego.

—No, no; de ninguna manera.

—Dígame usted, Ana.

—¿Qué?

—¿No ha tenido usted hoy, al salir de casa y venir por aquí con un vestido tan bonito, la idea de encontrarme y de hacerme perder la cabeza?

—Es usted un poco brujo —me replicó ella riendo.

—Y luego, al verme y al hablar conmigo, le ha entrado una ligera desilusión.

—Quizá, sí; quizá, no.

—Enigmática y mudable como el viento.

—Así somos las mujeres en general y las rusas en particular. ¡Pobres de nosotras! Todavía nos tenemos que defender con el misterio y con la volubilidad.

—Pero a mí, que no soy tan mudable ni tan voluble como usted…

—¡Hum! ¿Qué sé yo? No me fío mucho de usted.

—Por lo menos, a mí me gusta usted siempre, sin intermitencias.

—Ahora cree usted eso.

—Y siempre.

—Habría que someterle a pruebas.

—Sométame usted a las que quiera.

Ella se calló.

—Ya que no quiere usted que le acompañe a casa —dije yo—, me dejará usted que le dé un beso de despedida.

—No, no.

—Sí. Al menos en la mano.

—Que llevo el revólver.

—No me importa.

Le tomé la mano, que no retiró y la llevé a los labios.

—Vamos como si fuéramos usted una modesta y yo un empleado de un almacén que salen del trabajo —dije.

—¿Le gustaría a usted que fuera así? —me preguntó con coquetería.

—Daría… no sé lo que daría, porque no tengo nada que dar… Sería un sueño.

—Sí, un sueño.

De pronto, ella mandó parar un automóvil, abrí yo la portezuela y Ana, antes de entrar, me acercó la cara. Yo la besé en los labios y casi me dio un vértigo. Ella cerró la portezuela y el automóvil huyó.

A mí se me llenó la cabeza de melancolía al pensar en aquella mujer, al pensar que podía haberla encontrado cuando yo era más joven y ella estaba libre.