GENTE SIN PATRIA
UN día que tocó el pianista polaco Lubecki en casa de Ana, al salir fuimos juntos él y yo hasta el Barrio Latino. Este polaco era judío, tenía una cara pálida, delgada, una nariz afilada y las orejas defectuosas, como ocurre con frecuencia en los judíos. Tocaba, casi exclusivamente a Chopin, con mucho arte.
Lubecki tenía ese entusiasmo por París casi general en todos los desarraigados, judíos, griegos, americanos del sur, etc.
—¿París es exquisito, verdad? —me dijo.
—Sí.
—Ese ambiente gris…
—Eso es la latitud —le indiqué yo—; eso es una cuestión de geografía.
El judío polaco quería creer que los parisienses tenían un cielo gris y suave por sus méritos.
Hablamos largo rato de literatura y de arte, y no estábamos muy de acuerdo.
—¿No le gusta a usted Anatole France? —me preguntó.
—Me gusta, sí; pero me parece una cosa un poco vieja, manoseada. Al lado de un Dostoievski, por ejemplo…
—¿Es posible que le entusiasme a usted esa literatura de bárbaros? —me preguntó el polaco.
—Sí, me entusiasma y al mismo tiempo me repele. Es una sensibilidad nueva, enfermiza, la de esos rusos, pero de un interés agudo. En cambio, este arte de los latinos es un arte cansado, consumido. Labran en un campo de ceniza.
—¿Y mi paisano Sienkiewicz?
—¿El de Quo Vadis?. no me gusta.
El polaco me invitó a cenar con él a un restaurante de Montparnasse, donde iba mucho extranjero. Era un restaurante grande, de concurrencia internacional. Había alemanes, yanquis, portugueses, sudamericanos, judíos, orientales, una mezcolanza un poco desagradable para mi gusto.
El judío polaco se reunió con otro paisano suyo que estaba con una mujer.
Charlamos. Yo reconocí que este pisto internacional no me gustaba. Me parecía bien París, pero como un pueblo francés en el que un extranjero no podía ni debía intervenir para nada.
Los dos polacos, naturalmente, tenían un punto de vista distinto al mío, porque ellos, como judíos no tenían patria. Querían ver en París una capital suya, como les pasa a algunos americanos.
Cerca de nuestra mesa había un alemán.
Era un hombre que ponía en un plato hondo, mezclándolo todo, un pedazo de carne, un tarro de dulce, una pera, unos trozos de pepino y unas rajas de salchichón. Aquello me produjo una verdadera repugnancia.
—Ve usted —le dije al polaco—, con un hombre así yo no me podría entender.
El polaco se rio. Hablamos bastante de Ana Lomonosoff y de su carácter.
Él la creía muy poco de fiar; le parecía una mujer inteligente, fría, incapaz de un momento de entusiasmo y de pasión.
—¡Esas rusas! —dijo el polaco con desdén.
Después de cenar me marché a casa, llevando esta impresión un poco desagradable de jaula de monos que se siente cuando se ven reunidos hombres de razas distintas.
Al meterme en mi cuarto, pensaba que era una lástima que no tuviese yo la religión de mis paisanos, no por creer en ella, sino por guardar la esperanza de ir a dormir en el cementerio de Arnazábal al lado de los hombres de la misma raza, entre la ceniza de los antepasados.