LA RUSA
A los quince días de estar en París pensé que sería ocasión de visitar a la mujerona rusa que había conocido en San Sebastián. Miré su dirección y fui a su casa, en una calle del barrio de Passy; no estaba y dejé mi tarjeta. Pensé que la rusa no se acordaría ya de mí, lo que no me preocupaba mucho; pero, a los tres o cuatro días, recibí esta carta, en francés:
Querido señor Murguía:
He estado unos días en el campo; por eso no le he escrito a usted antes. ¿Quiere usted venir mañana, de cuatro a cinco de la tarde, a tomar el té? Tendré mucho gusto en verle.
Le estrecha la mano,
Ana de Lomonosoff.
Contemplé la carta: el papel azulado, la letra dibujada y modernista, un poco desigual, con cierto aire de languidez y de fantasía.
Me pareció raro que fuera aquella mujerona, hombruna y fuerte, la que escribiese así.
Al día siguiente me arreglé un poco y me puse lo más elegante posible. Llegué a la calle de Passy; subí al entresuelo, llamé, y la criada me hizo pasar a un saloncito, donde apareció, no la que yo creía que era la dama rusa, sino su amiga.
—¿Pero usted es la señora rusa?
—Sí.
—Yo había creído que la señora rusa era su amiga. Si hubiera sabido que era usted hubiera venido a visitarla antes.
Ella se rio.
Madama Lomonosoff me recibió como si fuera un antiguo amigo suyo. Hablamos mucho, me presentó a su madre y a una amiga suya, tomamos el té y, al despedirme de ella, me dijo:
—Me gusta hablar de España.
—Si no le molesta a usted, vendré a verla alguna vez —le indiqué yo.
—No, yo le escribiré a usted cuando esté libre; si usted puede venir, viene; pero si no, no venga usted, ni me escriba.
A los cuatro o cinco días me volvió a invitar a su casa.
Ana era una mujer de poca estatura, esbelta, sin gran corrección en las facciones, con la nariz corta, unos ojos azules oscuros que tenían el brillo del raso, una mirada inteligente y perspicaz. Tenía el pelo entre rubio y castaño y una frente pequeña y de un aire voluntarioso. Me fijé en que su cabeza era redonda y aplanada por la nuca. Esta braquicefalia me llamó la atención.
Había leído El Ario, de Vacher de Lapouge, y recordaba sus teorías acerca de la inferioridad de los braquicéfalos. La braquicefalia no le impedía a Ana ser inteligente; por el contrario, la inteligencia dominaba su vida quizá demasiado, porque tenía una actitud crítica de intelectual que le fatigaba. Estaba siempre al borde del aburrimiento y de la tristeza. Las ilusiones suyas duraban el tiempo de un relámpago; se iniciaban y se marchitaban. Me confesó que pasaba muchos días sin hacer nada, en el más profundo hastío. Se cansaba de las cosas y de las personas. Por lo que pude observar después, tenía esa mentalidad moderna, cada vez más frecuente en las personas nerviosas que leen muchas obras de imaginación y oyen mucha música, y que van recibiendo impresiones, sin convertirlas nunca en actos, con lo cual parece que la voluntad se enmohece y se debilita.
Ana tenía gran curiosidad por todo. Varias veces hablamos de cosas científicas y filosóficas; sabía lo bastante para leer un libro técnico. Tenía también un agudo sentido musical; tocaba al piano muy bien, con gusto: Beethoven, Chopin y Schumann. Ese mérito de los grandes pianistas de meter mucho ruido y de ejecutar piezas complicadas, ella no lo sentía. Ana no aspiraba a lucirse, quería saturarse, envenenarse con algunas melodías.
—Esta frase de Beethoven me aprieta la garganta —solía decir con voz lastimera, cuando tocaba el andante de la Patética.
A veces hacía sólo acordes y dejaba que el sonido se extinguiera en el cuarto.
Al principio, Ana me invitaba todas las semanas; luego, cada dos o tres días; y después, todos los días. Nunca quería que fuese sin que ella me avisara. Yo solía tomar, para ir a su casa, un tranvía que partía de la plaza de San Sulpicio, porque el meterme en el Metropolitano me daba un poco de ahogo. Algunos días compraba un ramo, que me costaba tres o cuatro francos, y se lo llevaba. Ana solía cogerlo y lo ponía en un jarrón; muchas veces lo deshacía, porque no le gustaba la combinación de colores de la florista.
Yo tenía el aire un poco raído y romántico, que a mí me parecía que no me cuadraba mal. Solían ir a casa de madama Lomonosoff unas señoritas francesas, un revolucionario ruso muy perseguido por la policía, que, tras del triunfo del bolcheviquismo, apareció como reaccionario; un pianista polaco, un joven de la embajada rusa y hasta una princesa del Cáucaso, pintora, la princesa de Orlof.
Ana se manifestaba aguda y penetrante; con ella había que confesarse; le gustaba analizar en el espíritu de los demás y registrar en los cajones secretos. Era difícil saber si en ella había coquetería; si la había, estaba muy envuelta, muy disimulada. Era una mujer enérgica y amable, con un ansia de ilusión amorosa que iba y venía en ella como por oleadas. Se veía que deseaba entusiasmarse, pero que no podía.
El ideal de Ana, al menos en aquel momento, era dominarnos al revolucionario ruso, al pianista polaco, al joven de la embajada y a mí; tenernos como en su mano.
Yo notaba muchas veces esta marea de los sentimientos de madama Lomonosoff. A veces dominaba su entusiasmo por Rusia y por los rusos, otras el gusto por la música, otras el encanto de la juventud, al hablar con el agregado de la embajada, y otras sus recuerdos de España. Estas sugestiones sucesivas le hacían inclinarse momentáneamente del lado de uno de nosotros. Había días en que teníamos ella y yo un acuerdo tan completo en nuestras ideas, que yo salía de su casa encantado. Otras veces, no. Sentíamos la contradicción de nuestros caracteres.
Yo la miraba atentamente. Ella contestaba a mi mirada. Sus ojos tenían un resplandor de viveza extraño y parecían decirme:
—Ya noto que me observa usted, pero yo también observo. A veces, su mirada me decía: «Le considero a usted como a una persona amable y discreta, pero no tengo por usted una inclinación de otra clase».
Yo sentía por ella atracción y curiosidad, una atracción como la que puede tener un chico viendo un pájaro perfilado y de colores. A veces, por contraste, recordaba a Charo, la de Villazar. Ella y Ana, fundidas, hubieran sido para mí una mujer completa.
A medida que Ana me conocía era más franca, y, a veces, más cruel conmigo.
—¿Ha leído usted a Dostoievski? —me preguntó un día.
—Sí.
—¿Y qué le parece a usted?
—Es un escritor admirable; pero, en mi opinión, para leerlo sólo una vez.
—¿Y por qué?
—¡Los medios que pinta son tan horrorosos! A mí, al menos, no me agrada pensar en volver a leer Los recuerdos de la casa de los muertos.
—Sí, ustedes los occidentales son hombres de conversación —dijo ella.
¿Le gustaba a Ana, de verdad, Dostoievski? Yo creo que no. Hablaba de Dostoievski como de algo sólo comprensible para los rusos. Al mismo tiempo le parecía bien Paul Bourget, y esto se me figuró sospechoso. Me prestó de este autor una novela: Un coeur de femme.
—¿Qué le parece a usted? —me dijo.
Yo me dediqué un poco a bromear sobre este libro y su supuesta psicología, lo que no le gustó. Ana me reprochó que tenía un fondo de gusto brutal, incapaz de apreciar sutilezas delicadas.
Yo le dije que aquel libro de Bourget estaba hecho con más o menos ingenio, pero que era artificioso, completamente falso.
—Yo no sé —añadí— si llegará un día en que la psicología de la mujer se aclare y se vea su personalidad sin misterios; si llega no será, seguramente, por la labor de estos novelistas mundanos.
—¿Y a usted le gustaría ese aclaramiento? —me preguntó ella.
—A mí, sí.
—No creo que nos convenga a las mujeres —replicó Ana.
—¿Por qué no?
—Es que las mujeres somos muy iguales unas a otras y, en el fondo, muy mediocres. Nos beneficia más el misterio.
Ana estaba casada hacía cinco años y no tenía hijos. Su marido, el señor Lomonosoff, era ingeniero, y por entonces estaba dirigiendo unas minas de petróleo de Bulgaria.
La madre de Ana era una señora rusa, de cara ancha y ojos azules; el padre no vivía, y por el retrato que me enseñaron, tenía el tipo de ruso meridional. Ana se debía parecer más al padre que a la madre.
Yo adquiría en casa de Ana una personalidad importante y, al mismo tiempo, borrosa. Me había acostumbrado a oír y a llegar a interesarme por cosas que no me importaban. Tenía este carácter de familiar que puede tomar el vascongado y que ha influido en el jesuitismo.
La madre de Ana me solía decir:
—Nos vamos acostumbrando a usted y le vamos a echar mucho de menos si nos deja. Le considero a usted como si fuera un ruso.
—¡Ah!, no; el señor Murguía es un completo occidental —decía Ana con ironía.
A veces, Ana se manifestaba optimista y llena de ilusión, y luego, poco después, aseguraba que estaba cansada de todo, que no le gustaría llegar a los treinta años. Su madre le reprochaba estas salidas de tono, y luego, en un aparte, me decía:
—Es la coquetería.
Sí, era la coquetería, había que reconocer que era muy distinta de la coquetería de las mujeres de España.