VALGAÑÓN
EL ambiente físico de París me ha gustado siempre mucho. Comprendo que ese cielo, un poco gris, no tiene la majestad de los cielos del Mediodía, pero es un cielo muy suave y muy amable. El Sena es un río delicioso. Yo no podría estar en París sin contemplar una o dos veces al día el Sena.
El ambiente moral de París ya no me seduce tanto; hay en el pueblo bajo una mezcla de brutalidad y de ruindad antipática, y en los medios artísticos, una petulancia, una vanidad y una afectación de gracia para mí poco agradable. Respecto a ese vicio de bulevar, vicio industrial que se exhibe para explotar al extranjero, me repugna. Todas esas mamarrachadas de misas negras y danzas del vientre, cocaína y éter, valses de apaches y de invertidos, todo eso está muy bien para los burgueses un poco crapulosos, y para los sinsontes americanos, que buscan motivo para una crónica llena de adjetivos brillantes.
Llevando esta idea de abstención, el programa que me tracé para vivir en París no era muy amplio. Pensaba estar un mes, no perder el tiempo, trabajar algo y ver si encontraba libros de mi nueva especialidad heráldica y genealógica. Compré algunos en librerías de viejo; comencé a estudiarlos y a anotarlos.
Iba con mucha frecuencia al Museo de Cluny y al Louvre, principalmente a la parte de objetos de arte de la Edad Media y el Renacimiento. Compré algunos libros de arqueología y un manual para conocer los estilos. Iba adquiriendo datos acerca de muebles, cuadros, cerámica, esmaltes, hierros, grabados, que me parecía que me podían ser útiles.
En una de las librerías de viejo que frecuenté, el dueño me presentó a un español bibliófilo, Nicolás Valgañón.
Valgañón era hombre rubio, con los ojos claros, llorosos, el bigote grande, la nariz roja y la cara de borracho. Había sido hacía tiempo en Madrid un elegante y un hombre de sport. De su época de sportsman no le quedaba más que una tendencia a llevar guantes, y una gran antipatía por los trajes nuevos. En su tiempo había llegado a frotar los trajes recién hechos con piedra pómez, con el objeto de quitarles el brillo; cuando yo le conocí, el tiempo hacía de piedra pómez para sus pantalones.
Valgañón, el bibliófilo, hablaba el castellano con galicismos para que se le entendiera bien, decía él. Era un entusiasta de todo lo parisiense, en lo que contrastaba conmigo.
La primera discusión nuestra comenzó al oír un vals que llamaban de los Apaches.
—¿Ha oído usted este vals de los Apaches? ¿Qué carácter tiene, verdad? —me dijo él.
—Yo no entiendo de música, pero me parece muy malo, muy ramplón.
Al bibliófilo no le cabía bien en la cabeza que se pudiera juzgar con la misma medida un producto de París que uno de Bayona o de Guadalajara.
Con este motivo de nuestra divergencia tuvimos largas discusiones los dos, aunque siempre, amistosas. Valgañón había reunido muchos libros manuscritos y estampas. Compraba y vendía constantemente. Era su medio de vida, malo, ya según él, porque el negocio estaba perdido.
Valgañón era hombre vicioso de todos los vicios. En esto también divergíamos. Él quería llegar al círculo máximo de los vicios, yo, al mínimum de las necesidades. En su compañía me inicié en algunos conocimientos bibliográficos y artísticos, y pedí catálogos a librerías francesas y alemanas que se ocupaban de heráldica y de blasón.
Mi amigo, el bibliófilo, a pesar de creer que sólo lo que había en París era bueno, le gustaba tomar aires de hidalgo español. Solía andar muchas veces con capa. Entonces me recordaba el Menipo de Velázquez.
Una vez estábamos sentados a la puerta de un café y se nos acercaron unas muchachas y se pusieron a hablarnos.
—Este señor también es español —dijo Valgañón señalándome.
—¡Bah! —dijo una de ellas.
—¿Cómo que no? Sí.
—No creo —replicó la muchacha—. Este señor ha venido de algún pueblo de al lado a llevar los hijos al colegio.
—Amigo Murguía: le toman a usted por un buen burgués del campo cargado de hijos.
—No perdería nada en ser un buen burgués.
Valgañón, a pesar de su cinismo, tenía la superstición del artista como tipo humano superior, y creía que el que le tomaran a uno por un hombre corriente era casi un insulto.
Algunos días fui a visitar a Valgañón y a ver sus colecciones, que eran muy curiosas.
La mayoría de las noches, yo no salía de casa.
Entre los libros encontrados por mí en las librerías de viejo había algunos muy interesantes. Por entonces elegí tres para leerlos constantemente. Eran tres libros que, diferenciándose mucho por las doctrinas y por la época en que fueron escritos, se parecían algo: El Examen de Ingenios, de Huarte; La Antropología, de Kant, y el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, del Conde de Gobineau. El ejemplar del Examen de Ingenios era de una edición en español antigua en donde se le calificaba a Huarte de natural de «San Juan del Pie del Puerco». La Antropología, de Kant, estaba traducida al francés, y el Ensayo, de Gobineau, estaba anotado por algún lector. A estos libros les encontraba ciertos rasgos comunes de ingenio y hasta de humorismo.