I

EL ANTICUARIO DE LA MOTA

EL pequeño negocio a base de heráldica inventado por mí fue desarrollándose, y me dio, además de dinero, muchas relaciones. Conocí, con motivo de los escudos y árboles genealógicos, a algunos coleccionistas, aristócratas tronados, dibujantes y anticuarios. Uno de estos últimos, que quiso asociarse a mí, fue un tal don Bernabé, que había empezado su negocio de comprar cachivaches antiguos en la Mota del Ebro y sus alrededores. Don Bernabé era un viejo encorvado, suspicaz, de bigote cano y ojos grises. Tenía de mí una idea buena: creía que yo sabía mucho y que era un poco usurero.

Hice algunos negocios con don Bernabé, vendiéndole en Madrid antigüedades y cobrando mi comisión.

En esto, don Bernabé compró por un precio crecido, en un pueblo de la Rioja, varias obras de arte de bastante importancia. Había, entre ellas, una tabla, que alguien había atribuido a Mantegna, un Greco muy bonito, un esmalte de Limoges, auténtico, y otro sospechoso, que luego resultó falsificado en Barcelona; dos cantos de Zurbarán y una colección de grabados de valor.

Don Bernabé estuvo en Madrid, y, como era listo, sospechó que le querían engañar los anticuarios.

—¿Sabe usted lo que voy a hacer? —me dijo.

—¿Qué?

—Irme a París con mis compras.

—Muy bien.

—¿Usted no tiene que ir a París por algo, don Luis?

—Yo no.

—Vamos, le pago a usted el viaje.

—No, no. Tengo aquí mis negocios.

Don Bernabé creía que en París podría vender bien sus antigüedades; pero no se decidía a ir solo, de miedo a que le engañaran. Insistió e insistió, y al fin quedamos en que él me daría mil pesetas para el viaje, ida y vuelta y estancia y el diez por ciento de la venta.

Yo le acompañaría en París a hacer todas las gestiones necesarias para el negocio; pero luego quedaría libre. Nada de imposiciones ni de vida en común. Cada cual comería y cenaría donde quisiera y se las arreglaría a su modo.

—Aceptado —dijo él.

Don Bernabé y yo decidimos que iríamos a París al comienzo del otoño.

Yo dispuse mis trabajos genealógicos, y le dije a mi patrona que le indicaría adonde tenía que enviarme las cartas que llegaran dirigidas a mí.

Acordamos den Bernabé y yo reunimos en San Sebastián.

Yo fui al final de verano a Valladolid, donde tenía que trabajar en la Chancillería, fabricando un árbol genealógico, y cuando lo terminé y lo cobré me presenté en San Sebastián. Estaba allí Joshe Mari. Fui a verle; vivía en un hotel de la Concha. Charlé con él y le conté cómo iba a París de asesor de un chamarilero. Joshe Mari se echó a reír.

—Te voy a presentar a unas señoras que van a París y están en el hotel. Una de ellas es rusa y mujer de un ingeniero que ha vivido en la Argentina y en España.

Joshe Mari y yo salimos a la terraza; se acercó él a dos señoras y me presentó a ellas.

Una, la que yo supuse rusa, era una mujerona rubia, fuerte; la otra, pequeña y muy bonita. Charlamos una media hora y nos despedimos de ellas.

—Aquí tienes las señas de la rusa en París —me dijo Joshe Mari; y me dio una tarjeta, que guardé en el bolsillo.

Al día siguiente le esperé a don Bernabé en la estación, y seguimos los dos a Hendaya. Don Bernabé, bien vestido y arreglado, tenía unas trazas de tendero de pueblo verdaderamente desagradables. Me hubiera gustado mucho más ir con un desharrapado que con él.

Don Bernabé pensaba, a pesar de su edad, echar una cana al aire en París; yo le dije que no contara conmigo.

—¿Pues usted qué vida piensa hacer?

—Yo la misma vida que en Madrid. No pienso salir de mi rutina. Todo eso que llaman vida de placer me parece una cosa muy aburrida.

Don Bernabé creía que le estaba embromando. Yo me hallaba dispuesto a no ir a los cafés ni a los music-halls, ni a tener la aventura de París como todo el mundo, el conocimiento con una muchacha que luego resulta una antigua profesional.

Instalé a don Bernabé en un hotel de la calle del Faubourg Montmartre, donde había un ruido que no cesaba en todo el día ni en la noche, y yo tomé un cuarto en un hotel de la calle de Pierre Nicole, en el Barrio Latino, que me costaba sesenta francos.

—¿Por qué no se queda usted en este hotel? —me preguntó don Bernabé.

—Esto es caro y además hay mucho ruido: yo vendré a buscarle a usted por las mañanas. Yo tengo que administrar bien mis mil pesetas.

—Hombre, por eso, no. Yo ya le pagaré el exceso…

—No, no. Ya sabe usted nuestro contrato; autonomía y libertad para cada uno.

Al día siguiente de llegar, don Bernabé y yo comenzamos nuestra campaña, y en diez días vendimos por valor de cincuenta mil francos, de los cuales me tocaron a mí cinco mil por la comisión.

Don Bernabé estaba encantado de París y del Faubourg Montmartre. Había encontrado no sé qué paraísos artificiales o naturales en la calle de Chabanais.

Me invitó a ir a ellos; pero yo no quise acudir.

Un día el viejo estuvo en mi hotel.

—La verdad es que ha tenido usted una ocurrencia rara en venir a vivir aquí, a un sitio tan triste —me dijo—, y añadió, como si conociera París tan bien como la Mota del Ebro:

—Esto no es París.

—¡Ah!, claro.

—Yo me voy. Ya no puedo más.

La calle de Chabanais le había abrumado a don Bernabé con sus pérfidos encantos, y el chamarilero volvía a España completamente enchabanado.

Le acompañe al tren y me volví a casa.