INTENTAN CLASIFICARME
LAS cuatro o cinco semanas que Joshe Mari pasaba en Madrid las corría de lo lindo. A pesar de que su pelo estaba ya gris, entre pimienta y sal, como dicen los franceses, no perdía ocasión de fiesta ni de jaleo. Nos convidó a cenar a la Filo, a la Puri y a mí, en el hotel de París, en su gabinete. La Filo pudo ir, porque su marido estaba fuera. Después de cenar nos propuso ir al teatro, pero nos encontrábamos mejor allí. La Puri y la Filo fumaron cigarrillos egipcios. Hablamos mucho. Las dos modistas y Joshe Mari estaban en casi todo de acuerdo y en contra de mí.
Yo discutí con ellos. Hablamos del punto de vista que había que tomar para tratar con la gente. Mi posición y la de las modistas era un poco paradójica. Yo venía a decir que, dando como descontado que la gente es naturalmente mala y bestia, no se les puede perjudicar ni hacer daño; en cambio, ellas creían lo contrario: que siendo la mayoría de la gente buena, no había que tener una preocupación excesiva del mal que se les podía hacer. Estos dos enunciados se mezclaron con críticas acerbas acerca de la conducta de unos y de otros, sobre todo de la mía.
Joshe Mari, que veía que su causa la defendían las dos modistas con grandes bríos, me dijo:
—No te comprenden, ¿eh?
—No, sois gentes sin efusión ninguna. Yo quiero ser un hombre efusivo, pero como no lo puedo ser, me meto en mi concha.
—¡Bah! Tú eres un egoísta —dijo la Puri.
—¿Este? —replicó Joshe Mari—. Este es un gaizua, como dicen en mi tierra. En otro tiempo hubiera sido un frailecito místico, y hubiera vivido poniendo flores en los altares, o hubiera sido capaz de estar enamorado toda la vida de una mujer. Yo así le veo, como un miniaturista o un organista de un convento.
—A mí me parece lo mismo —dijo la Filo.
—A este no le deis la vida mía: hoy aquí, mañana allí, discutiendo con unos, gritando con otros, con unas ideas fuertes, claras; hombre que no pide a las mujeres más que lo que tienen. Este, no; se le ocurren ideas vagas, sentimentales, ve rosas en el aire.
—Pocas, desgraciadamente.
—Es un pobre hombre. Anda por la soledad buscando su albergue. Después de mucho buscar, encuentra uno. Está bien, se dice él. Pero aquí falta una ventana, allá una puerta; hay que cerrar este boquete, por donde entra el frío. Luis sale de su rincón para esto y para lo otro, y cuando vuelve se encuentra que le han cogido el sitio y tiene que ponerse a buscar otro albergue.
—Bueno. Así es más divertido. ¿No se les ocurre a ustedes otra comparación hecha a mi costa?
—Sí —dijo la Filo—. A mí me parece una mujerica de pueblo que sale con un cántaro para ir a la fuente y hacer sus compras. Va a la fuente y ve que hay cinco o seis mujeres esperando. Esto va a tardar mucho —se dice—; voy a acercarme a la tienda. La tienda está cerrada, hay que esperar y piensa: Voy a volver a la fuente, y ya no son cinco o seis mujeres las que esperan, sino veinte o treinta. Vuelve a la tienda, donde hay cola, y así, de un lado a otro, ni coge el agua ni compra nada.
—¿Y tu conclusión es que la mujer se va desesperada?
—Claro.
—Pues no es ese mi caso. Yo digo: Hoy precisamente no tenía sed ni ganas de comprar nada.
—No te creo.
—No me creas; pero así es.
—Pues si así es, peor para ti.
—¡Bah! Esa es la opinión de una modista; pero no es la opinión de un filósofo.