VI

INCOMPATIBILIDADES

CADA vez me iba haciendo más solitario, más malhumorado y más distinto de los demás; tenía un motivo de hipocondría, el artritismo, el dolor frecuente en la cintura y en las articulaciones; pero esto no era quizá lo más importante: lo más importante era el desacuerdo espiritual con la gente.

Me molestaba oír hablar de toros y de teatros; las tertulias de los cafés me aburrían. Yo necesito que en una reunión haya mujeres, y mujeres que no sean completamente bestias. Las reuniones de hombres solos me parecen cosa de sacristía o de seminario; además, odio las anécdotas y los monólogos, aunque sean de Shakespeare. La conversación que va y viene es la que a mí me gusta; escuchar a una especie de oráculo, aunque sea un hombre de talento, me cansa; tampoco me gusta que si van mujeres a una reunión sean mujeres a las que no se les tenga consideraciones. Una comida de hombres solos me aburre; hay generalmente en ellas, o una familiaridad en mangas de camisa, muy antipática, o una malevolencia desagradable. La compañía de la portera de la casa la prefiero a una reunión de hombres solos, aunque sean príncipes.

Joshe Mari se encargaba de sacarme de mi rutina, de alborotarme. Una semana después de convidarme a comer me invitó a cenar, y me hizo beber un chacolí muy bueno. Luego fuimos a Apolo, y mi primo tomó un palco. Poco después entraban dos mujeres en el palco, las dos bastante elegantes. Una, la más bonita, parece que estaba ya entendida con Joshe Mari; la otra, más fea y tartajosa, me la adjudicó a mí.

Después del teatro fuimos a un piso alto de la calle del Príncipe, donde nos sacaron una botella de champagne. Yo no quería beber; pero Joshe Mari empezó con burlas, y las dos mujeres le secundaron, y bebí, y me aturdí e hice las tonterías que hace una persona que quiere ser seria cuando pierde los estribos.