LA GIOCONDA DEL TALLER DE LAS DE BERNEDO
UNA tarde estaba en una librería de viejo de la calle Ancha, cuando vi a la Satur, a la Gioconda del taller de las de Bernedo. Estaba mirando unas novelas folletinescas baratas. Vestía un gabán con botones gruesos y una mantilla negra.
—¡Hola!, Satur —le dije.
—¡Hola! —me contestó con frialdad.
—¿No recuerdas de mí?
—Sí.
—¿Qué, te gusta leer esas cosas?
—Sí.
—Te regalo la que quieras.
Escogió una, salió a la calle y se quedó en el escaparate de la tienda, mirando como sin ver. Yo tuve la veleidad de hablarla y salí a la calle.
—¿Adónde vas? —le pregunté.
—Donde usted quiera —me dijo ella con un aire insinuante de buscona.
—¿Quieres que entremos en un café?
—Vamos.
Entramos en un café próximo y nos sentamos en una mesa cerca del ventanal. Ella pidió café con tostada de manteca.
—¿Ahora vas a tomar eso?
—Sí; me he levantado tarde y no he desayunado.
Le trajeron el café con leche y lo tomó con cierta avidez.
Yo la miré con atención. Había afeado en poco tiempo; tenía el pelo ralo y sin brillo de las personas enfermizas y ese punteado negruzco en la nariz del acné.
Hablamos. Hablaba ella con un aire mixto de humildad y resignación. Me contó su vida. Su padre era un militar retirado. Le habían ido mal las cosas, porque, acusado de un desfalco, se había entregado a la bebida. Su madre, que era muy guapa, se había marchado con un señor rico.
En la casa todo andaba patas arriba, sin orden ni concierto. Un amigo del padre era el que le había deshonrado a ella.
Esto de deshonrar lo dijo la Satur con la misma indiferencia que hubiera podido decir que le habían rizado el pelo. Echada a aquella vida, solía ir a las casas de citas, y el dinero que ganaba se lo sacaba su padre para jugar y beber.
—Tu padre es un canalla —le dije.
—No; el pobre hombre, ¿qué va a hacer? Se ha acostumbrado, y no puede pasar sin beber; pero me quiere. Antes de que fuera tan borracho solía decir: Si alguno no respeta a mi hija, lo mato. Y lo hubiera hecho.
—Lo hubiera hecho —repetí yo maquinalmente.
—Sí, lo hubiera hecho.
Le hablé del taller de la Filo, pero no recordaba de él nada. Le parecía una cosa lejana y sin interés. No tenía más que la preocupación de su padre. Creo que en el fondo sentía una gran admiración por él.
Me fijé bien en la Satur; se veía una mujer descuidada y sucia. Tenía los dientes amarillos, las manos sucias y las uñas ribeteadas.
Me dijo que cerca del café había una casa donde ella había ido varias veces, en la calle del Álamo. Yo vacilé, pero tuve un mal movimiento y me decidí a acompañarla. Bajamos por la calle Ancha y tomamos por la de los Reyes. Fuimos a la casa, entramos en el angosto portal y subimos la escalera. Llamamos; una mujer de ojos negros inquisitoriales nos hizo pasar a un cuarto con un papel de color de rosa, un diván, unas cortinillas, también rosas, y una lámpara eléctrica muy fuerte. Había un olor a polvos de arroz y a perfume barato sofocante. Yo me senté en el diván.
La Satur se quitó la mantilla y el velo; después, el gabán y la blusa. Se desnudaba con una perfecta indiferencia. Llevaba un cubre corsé azul, del que se despojó también.
Hacía mucho frío y se puso a temblar.
—Te vas a enfriar. Vuélvete a poner eso.
Se lo puso.
Tenía en el nacimiento del cuello una señal de escrófula que, en la piel azulada grisácea de la garganta y del pecho, se destacaba como una mancha blanca.
Yo la miraba con una estúpida curiosidad, y ella me contemplaba con unos ojos vacíos, con una vaga inquietud. Vi que iba poniéndose pálida.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
Tenía náuseas. Estaba mala del estómago; le había hecho, sin duda, daño el café con leche. Se puso el gabán y se quedó inmóvil haciendo esfuerzos para sonreír.
—Bueno, vamos —le dije yo.
—No, no; se me pasa. No tengo nada.
—No, no vamos.
Sentí crecer en mí un sentimiento de vergüenza y tristeza.
Aquella carita pálida, con los ojos ingenuos, los labios blancos y los dientes amarillos me dieron una gran compasión por la muchacha.
—Vístete —le dije.
Se vistió rápidamente y con indiferencia. Yo le di unas pesetas que tenía en el bolsillo.
Llamé dando golpes en la puerta. Vino la mujer de los ojos inquisitoriales y nos miró a los dos como adivinando algo no usual.
—Vamos.
Bajamos la escalera.
—¿Quiere usted que vaya a buscarle otro día? —me preguntó la Satur con humildad.
—No, no.
—Como usted quiera.
Nos despedimos. Ella se fue por la calle de los Reyes arriba, y yo abajo, hacia mi casa.
Pensé mucho en lo ocurrido. Joshe Mari, seguramente, hubiera hecho de esta pequeña aventura algo alegre, escamoteándose a sí mismo los detalles tristes y desagradables del hecho; yo elaboré, para mi uso particular, una aventura humillante y lastimosa. La escrófula, el estómago enfermo, el padre borracho, el amigo que se aprovecha de la hija. ¡Qué manera de hundirse en lo humano, en lo demasiado humano!