III

JOSHE MARI

ADQUIRÍ la costumbre de levantarme tarde. Cuando hacía frío, como no podía tener calefacción y el brasero me atufaba, me metía en la cama, encendía la luz eléctrica y solía estar escribiendo y leyendo hasta la madrugada. No solía venir nadie a casa. Un día la criada, una especie de Quasimodo, por lo fea, entró en mi cuarto y me dijo:

—Aquí hay un hombre que pregunta por usted.

—Pregúntale quién es y qué quiere.

—Soy yo, Joshe Mari —gritó él con voz fuerte.

Di la llave de la luz eléctrica.

—¡Ah! ¿Eres tú?

—Sí.

—Abre las maderas, si quieres.

Abrió las maderas y el balcón.

—¿En la cama aún? ¿Te has acostado tarde?

—No, pero he estado leyendo hasta las tres.

—Vamos, levántate en seguida; te convido a comer.

Me levanté, me vestí y salimos a la calle.

—He estado en Bilbao —me dijo Joshe Mari—, y Ramón y su mujer te esperan. Parece que allí eres indispensable.

—Sí, aquí también soy indispensable.

—¿Para quién?

—Para mí mismo. Eso de la domesticidad es cosa que me fatiga.

—Ramón me ha dicho: dile que venga, que se le arreglará un cuarto y que hará lo que quiera.

—Bueno, ya lo pensaré; por ahora necesito estar en Madrid.

Hablamos de otras cosas; de la Rita, que volvía, y de mujeres.

Joshe Mari seguía tan enamorado y tan verde como siempre.

—Eres un enamorado perpetuo —le dije.

—¿Y tú, no?

—Yo, no.

—¿Y cómo te las arreglas?

—Así, así. Como lo menos posible y no como carne, ni bebo vino ni licores, ni tomo café.

—Pero eso no es vivir.

—Eso va en opiniones.

Comimos en el hotel de París, donde estaba Joshe Mari, y me llevó en coche a casa.