II

EL CLAVO DE ORO

CUANDO fui a ver a mis amigas, la Filo y la Puri, me reprocharon no haberlas escrito.

—Eres un ingrato —me dijo la Filo.

—¿Crees tú?

—Sí; no quieres a nadie. Eres un egoísta.

—¿Sabes lo que falta entre nosotros?

—¿Qué?

—El clavo de oro que decía un escritor francés.

—¿Qué es eso?

—Este escritor decía que para fijar la amistad entre una mujer y un hombre debía haber un momento de amor.

—¿Y luego?

—Luego, supongo que nada.

—Pues, chico, eso no me convence.

—Claro, tú creerás que el amor para siempre o nada.

—Naturalmente. Yo si le quiero a un hombre, le quiero para siempre.

—Sí, tienes razón. Estas teorías como la del clavo de oro son de viejos, de gente sin bríos, comedores de verduras como yo.

—No quiero nada con ellos.

—Claro, tú serás partidaria del amor y de la alimentación de carne. Yo, no; yo soy partidario de la espiritualidad y de la verdura.

—Qué estupidez.

—No es estupidez, no; es la liberación de la vida social. Se quiere ser libre, hay que ser asceta. Ni el cura ni el militar, ni el rey, ni el juez, ni el peluquero, ni el zapatero, ni la modista, ni el cómico, influyen en mí. Yo soy libre, todo lo libre que puedo.

—Qué cosa más triste.

—Para mí lo triste es la esclavitud, la ciudad. El que tú tengas que trabajar para otros y medir la tripa de una señora, y el que el profesor tenga que enseñar, el juez que juzgar y el médico que curar; el que la buscona atraiga a un hombre, y el mendigo busque un mendrugo, eso es triste. El águila que vuela sola, no…, eso es alegre.

—¿Y cuando seas viejo y estés enfermo?

—¡Psch! Nos resignaremos.

—¿Y cuando tengas que morir?

—Pues moriremos en un rinconcito lo más decentemente que se pueda.

Vino luego la Puri y charlé con las dos hermanas.

Las pregunté por todos los amigos. La Rita se había marchado a su pueblo con su madre, habían heredado una casa y una viña; pero, al parecer, madre e hija vivían de una manera tan miserable que querían volver a Madrid. Santos se había casado con la maestra del taller, y don Alejo estaba enfermo de reuma.

—¿Y la Satur, la Gioconda, que yo la encontraba tan bonita?

—Anda muy mal; va por ahí de golfería. La mujer holgazana no puede hacer nada bueno.

Unos días después, la Filo me dijo que se casaba.

—¿Te vas a casar?

—Sí; tú no te quieres casar conmigo… me dijo medio en broma, medio en serio.

—¡Yo casarme contigo! No.

—¿Por qué?

—Porque me dominarías. Yo, a la mujer que me guste, le ofreceré como solución el concubinato. Libertad para los dos.

—¿Y si tuvieras un hijo?

—¡Ah!, le daría mi nombre. ¿Y tú, cuánto te casas?

—En seguida.

—¿Y quién es el novio? ¿Le conozco yo?

—No.

—¿Es joven?

—Sí; algo más que yo.

—¿Y qué es?

—Es empleado.

—¿Le habrás contado lo del chico?

—¡Ah! Claro.

—¿Y pasa por ello?

—Naturalmente. Si no, no se casaría conmigo.

—Es verdad. ¿Y tú le quieres a él?

—¡Psch! ¡Qué sé yo! Ya veremos.

Unos días después conocí al novio de la Filo. Era un buen tipo, hombre serio, un poco desconfiado, que pareció no hacerle mucha gracia que yo tuteara y tratara con confianza a la que había de ser su mujer.

Un mes después se celebró la boda, y asistí a ella. La Puri, la pobre, estaba triste, viendo que el tiempo pasaba y no encontraba un marido.